Madrid, 11 sep (EFE).- El restaurante ¿es un negocio privado o un servicio público? La inmensa mayoría de los ciudadanos estaremos de acuerdo en que, básicamente, se trata de una empresa por supuesto con ánimo de lucro, un negocio, generalmente de titularidad privada, muchas veces opaca, pero privada.
También estaremos de acuerdo en que la gastronomía es un fuerte atractivo turístico, que merece la atención de las administraciones públicas. Otra cosa es que, de un tiempo a esta parte, algunas de esas administraciones le dediquen una atención que podríamos tildar de desmesurada; las cosas tienen, todas, su justa medida.
Y no me refiero ahora a la casi absurda proliferación de fiestas gastronómicas en las que se exalta todo lo exaltable y aun lo que carece en absoluto de tal condición, so capa de tipismo que tampoco se da siempre; algún responsable municipal conozco yo que se ha estrujado la cabeza buscando un producto al que festejar que no tuviese ya su fiesta en algún municipio vecino.
No. Hablo de esta obsesión viajera que les ha entrado a los responsables de muy diversas Comunidades, que les hace subvencionar -y ya salió la palabra mágica- muy curiosas expediciones culinarias a los más variopintos destinos con el fin de promocionar turísticamente su Comunidad a través del estómago de los ciudadanos prominentes en el campo turístico de los países visitados.
Se seleccionan unos cuantos cocineros, se tocan un par de teclas que, qué casualidad, suelen estar todas en las mismas manos... y hala, a cocinar en el Rockefeller Center, pongamos por caso. Papá estado, o mamá comunidad autónoma, se hace cargo de los gastos. Y alguien efectúa esa selección culinaria, con criterios de lo más particulares, y nunca mejor dicho, y allá que se van unos días de turismo para hacer una o dos cenas de exaltación gastroturística.
Naturalmente, los no elegidos montan unos tiberios de lo más aparentes... pero en voz baja, por si acaso, no vaya a ser que les dejen fuera de la próxima expedición y de todas las que puedan seguirla.
Mientras tanto, el ciudadano que mantiene esos restaurantes, que es mayoritariamente el habitante de la zona o el viajero nacional, observa cómo esos cocineros están cada vez menos en sus restaurantes, o asiste atónito al bonito espectáculo del envase al vacío de preparaciones básicas: trabajamos un día para toda la semana, y santas pascuas.
Aumentan los días -y, sobre todo, las noches- de cierre de los restaurantes 'de autor'. Hacen bien: es mejor cerrar el martes por la noche directamente que abrir y pasarse dos horas esperando que entre algún cliente. Pero, claro, la caja se resiente. Solución: que nos apoye la Administración. Y va la Administración y apoya. Con los dineros de todos, claro está. Y, sin duda, con la mejor intención.
Entendámonos bien. No estoy diciendo que las administraciones públicas no deban apoyar al hecho gastronómico, ni que no deban promocionarlo urbi et orbi, sino que se está generando un negocio pingüe en torno a estas promociones, que hay mucho espabilado que ha visto en ellas una nada despreciable fuente de ingresos y que actúa en consecuencia.
Entonces, cabe hacer algunas reflexiones en voz alta. La primera, que los negocios privados son eso, privados; se puede ganar, que es lo deseable, y se puede perder, lo que no es deseable, pero ocurre. En ese caso hay que replantearse las cosas, hay que pensar... pero en algo más que en una subvención a fondo -público, cómo no- perdido.
Promocionar unos atractivos gastronómicos es siempre bueno; pero hay que saber cuál es la vía más rentable. Y hay bastante gente que opina que esa vía ha de partir de la base, no de la cumbre: hay que extremar la protección al primer escalón, al que genera el producto sin el cual no hay cocina posible y que, en muchos casos, está dejado de la mano no ya de Dios, sino de las autoridades teóricamente competentes.
Hace falta que el ciudadano que cultiva patatas pueda vivir de sus patatas, que los pescadores no vean esquilmados sus caladeros, que se trabaje la base, se mejore el producto, se lo proteja, se garantice... Este es el drama actual de la gastronomía: nos estamos quedando sin productos, sin aquellos productos que hicieron la gloria de nuestra cocina. Ahí es donde deben ir los dineros públicos.
Y el que quiera darse un garbeo por Central Park, o por la Plaza Roja, pues... como dicen los franceses, "faites comme tout le monde", haga lo que todo el mundo: rásquese el bolsillo, y llénelo antes y después atendiendo como Dios manda a sus clientes, sean los de toda la vida o los ocasionales.
Pero, de momento, ya lo saben: la moda -y el negocio- son las 'embajadas gastronómicas'. País.- EFE