Jordi Vila pasa olímpicamente de ejercer de vedette culinaria y de buscar la foto en los Holas gastronómicos. Desde el 2008 viene atemperando su mensaje, incidiendo en la honorabilidad y el sentido común, optando por una evolución realista. Hoy sus propuestas, siendo eruditas, y tanto que elaboradas, se han desprendido del arrojo de antaño y han ganado en solidez. Se decantan por la esencialidad y el virtuosismo, por una perfección llamada a complacer a una clientela heterogénea, que se siente feliz de comer fenomenalmente sin excesos técnicos ni pretensiones artísticas.
En consonancia con este posibilismo, la carta ha quedado reducida a tres menús. Uno que demuestra que el chef tiene las cosas claras y no se pone rojo para afrontar la crisis que esta asolando España y Europa y de la que nadie sabe cuándo y cómo saldremos. Económico él, por 38 € tres platos y un postre, más aperitivos, propuesta más sencillas e igualmente resueltas que las más confeccionadas. Eso ha hecho que el establecimiento este casi siempre lleno, lo que le da vida, ambiente…tan importante en estos tiempos. No se puede recibir más en consonancia con los tiempos y dónde se esta.
Otro llamado de “tradiciones contemporáneas” que va recogiendo los grandes clásicos de la casa, con variantes estacionales, además de estar sujeto a las fluctuaciones caprichosas del chef. Puede estar integrado, entre otras fórmulas, por la riquísima terrina de caza, ciertamente carnosa, suculenta y emperifollada, con alcachofas y néctar de abeto; por el celebérrimo arroz de ñoras y azafrán con cigalas; por el pescado temporada con espinacas, cebolla y tomate y por la impecable espaldita de lechazo churro con calabaza, además de por dos postres.
Y un tercero que lleva por título Alkimia, en el que Jordi Vila ofrece los platos más transcendentes. Entran y salen fórmulas consagradas que han contribuido al prestigio de la casa, como la genial gamba roja a la mano, justo cocida y caliente, que aparece sobre un lecho de sal gris de Guerande, perfumada audazmente con lima y laurel y como la muy virtuosa y sabrosísima ostra escabechada con careta glaseada dispuesta sobre un lecho de espinacas. Sin duda, dos creaciones fascinantes. Claro que hay propuestas más dulces, a las que quizás para un 8,5 les falte un poco de audacia, talento, contrastes, pero la verdad es que gustan, son comprensibles y magníficamente desarrolladas. Es el caso de la coca de trufa negra con papada y berenjena, muy fina y muy directa. Es el caso de los spaghetini, por aquello de la forma, en realidad piel de calabacín con pinta de pasta, que se presenta al dente e ilustrado con percebes, berberechos, cañaíllas y algas. Es el caso de la sopa de cebolla con yema de huevo y “trufa” de trufa negra. Es el caso del rey, impecable de punto, la mano es siempre proverbial, tanto en lo que afecta a jugosidades como a inmaculabilidad, con cebolla encurtida y aceitunas negras. Es el caso de los garbanzos especiales, en realidad noquis, con faisán. Vamos que todo es políticamente perfecto. Construcciones y sabores diplomáticos que sintonizan a las mil maravillas con todos los públicos, incluso cuando ofrece articulaciones más intensas y técnicas, como los chispeantes erizos de mar con suquet de clara y brotes. Clientela, repetimos, muy numerosa, que queda encantada de la excepcional relación calidad-precio y de la humanidad de una gran cocina que ha hecho de la versatilidad un dogma con licencias.