Cocina de sólida formación y un tanto ortodoxa que apuesta por una modernidad sosegada que se sitúa a medio camino entre las culturas culinarias de Italia y Francia, en las que se inspira. La ubicación del establecimiento, en plena montaña, también condiciona los ingredientes que dan vida a los platos, evidentemente sólidos y siempre sabrosos, por verdes que sean. A la hora de articular y plasmar sabores prevalece el cerebro del chef sobre su corazón, lo que determina construcciones muy estructuradas y metódicamente resueltas. Todo está profesionalmente y muy estupendamente desarrollado, si bien falta un poco de calor, transmitir vivencias.
Los aperitivos definen perfectamente el estilo: una anguila rebozada y frita que se sirve con un pequeño cuenco de berros licuados y condimentados y un cornete de trucha de montaña con hortalizas y hierbas; ambos convincentes y originalmente dispuestos. El espectáculo se monta, y de qué manera, con el filete de trucha, que aparece dispuesto encima de una incandescente piedra de Lucerna sobre la que cae la salsa, que borbotea vivamente hasta acabar evaporándose, y se acompaña a un lado de un chupito con una delicada espuma de pecho de oca ahumado y al otro de una colosal ensalada de hortalizas, hierbas aromáticas y flores. El show es inmenso pero el pescado pierde la jugosidad óptima al calor de la piedra, sobre la que chisporrotea. El esencialismo se manifiesta radiante en el lomo de sandra (tipo de lucio), poco y precisamente hecho, al que se ha sumado suculencia con una costra de panceta y ajenjo moruno (artemisia glacialis), que se sitúa sobre una primorosa brunoise de topinambo con su crema. La ensalada de espalda de corzo selvático con valeriana, manzana, piñones tostados…y una salsa clásica, profunda, muy estimulante, del propio animal, que acaba por convertirse en el hilo conductor del plato, llama a empapuzarse de sabores profundos salpicados de frescor. Los raviolis, sumamente delicados de textura, rellenos de tripa de ternera, extraordinariamente gulescos, con tomate al orégano (muy concentrada la salsa) y galleta de parmesano, merecen el calificativo de antológicos. Otro alegrón: los gnocchetti de leche impregnados de una mágica y refrescante salsa de limón con el aliciente amargo que aporta la rúcola silvestre. Y siempre destacadas las viandas: el cordero, el ciervo, el conejo, la ternera…, que salen impecables desde el punto de vista técnico. Como mejor testimonio el pichón, mantequilloso, sangrante, inmaculado de sabor, que se acompaña de berza y foie gras, complementos doctoralmente terminados. Y se impone acabar con una gelatina de naranja al Grand Marnier.