Hasta bien recientemente había unas cuantas especialidades para configurar el menú ideal en este legendario restaurante, que ya ha superado los cuarenta y cinco años de existencia, de histórica andadura. Siempre procedía solicitar el rodaballo a la brasa, de talla mundial, que no hay quien supere en regularidad. Nada ha cambiado: se impone tan romboidal pez siempre, siempre que esté en su perfecta sazón, o, si le supera el lenguado, una pieza del mismo, que también a la parrilla merece título universal. Y para completar el menú, teníamos y tenemos la langosta del Cantábrico hecha herméticamente en su caparazón al aroma de carbón, los dulces y bravíos chipironcitos a lo Pelayo (encebollados con un toque de pimiento verde), las delicadas y escurridizas kokotxas rebozadas y el nítido y carnoso salpicón de bogavante. Todo ello sigue igual de perfecto que siempre, o más, pues en un mundo en evidente decadencia de la materia prima, este establecimiento sigue empeñado en la excelsitud y consigue piezas cada vez más excepcionales, lo que aún acentúa su mérito.
Sin embargo, Pedro Arregui, que allá por 1.968 rompió moldes echando por primera vez a la parrilla un cogote de merluza, no se siente conforme ni con su virtuosismo ni con sus aportaciones. Y si a finales de los noventa optó por abrir al calor de las ascuas unas descomunales almejas, de lo que no existían precedentes, impregnándolas levemente de ese aroma rústico, en 2.003, en plena “revolución de la hoguera”, experimentó con dos manjares arcangélicos, las kokotxas y los chipirones, que suponen enriquecer la carta de tan primario e infinito proceder, ahora sujeto a modificaciones conceptuales y técnicas, a la reducción de las cocciones y al ingenio de nuevos instrumentos que posibiliten el asado. Las tres exquisiteces ofrecen sensaciones palatales y táctiles diferentes que suman y suman y suman al patrimonio gastronómico entre exclamaciones sibaríticas incontenibles y exageradas de quien las disfruta.
No se complique usted la vida: si se circunscribe al guión descrito, si asume que ésta es una mesa en la que la jugada no se deja a la voluntad ajena, que está preestablecida y asegurada de antemano, podrá darse un festín que tardará años en olvidar. Y el banquete exige un brindis en consonancia, la bodega es un lujo con precios irrisorios que incitan a la papalina. En fin, una parrilla exclusiva, para gourmets.