"Un viernes de vigilia, una abadesa / en Marsella inventó la bullabesa"... Ésta sería una adaptación libre de los versos que el poeta decimonónico francés Joseph Méry dedicó a la bullabesa, esa sopa de pescado provenzal que fue llamada por algún ilustre gastrónomo nada menos que "sopa de sol". Poesía, claro. La bullabesa, como tantos grandes platos de pescado, nació a bordo de las barcas de pescadores, que utilizaban para su confección aquellos pescados que, por uno u otro motivo, no eran demasiado comerciales, no tenían fácil venta en la lonja. Solía tratarse de pescados muy espinosos, feos con premeditación y alevosía, y en la mayor parte de los casos con nombres que revelan el poco aprecio en el que se les tenía: araña, rata, víbora, sapo o escorpión. Casi todos, ya decimos, llenos de espinas. Incluso con espinas externas, a veces venenosas, como en el caso de ciertos parientes del cabracho (faneca brava, escarapote, xabirón...) cuya "picadura" accidental es muy dolorosa, como sabe bien quien haya tenido la desgracia de pisar un ejemplar cuando se refrescaba los pies en la playa. O espinas simplemente peligrosas, como los radios de las aletas del pez de San Pedro. Naturalmente, la valoración de los pescados varía con el tiempo. Hoy nadie considera un pescado "de segunda" al rape, al que los vascos siguen llamando "sapo"; en los años 30, la Marquesa de Parabere daba una receta de sopa de pescado para la que aconsejaba utilizar "pescados inferiores: pescadilla, rape, congrio..." Hoy gozan de bastante más consideración. Con los guisos marineros, desde el marmitako a la bullabesa, pasando por los suquets y las caldeiradas, la historia suele ser siempre igual: de hacerse a bordo, con la precariedad de medios que ello implica, pasaron en su día a ser cocinados en tabernas portuarias. En general, ganaron al pasar de manos masculinas a manos femeninas. De las tabernas, a las que no sólo iban a comer marineros, emigraron a las casas de comidas, y de ahí a los restaurantes, incluyendo los de muchas campanillas, estrellas y tenedores. La bullabesa, que sepamos, llegó a la carta del prestigioso restaurante de París "Les Trois Frères Provençaux" ("Los tres hermanos provenzales") el mismo año de la toma de la Bastilla, 1789. Este fue uno de los primeros de la capital francesa, abierto en 1786 por los marselleses Maneille, Barthélemy y Simon, que eran hermanos... políticos. O sea, cuñados. Todas las grandes sopas de pescado, y la bullabesa es, seguramente, la más prestigiosa, parten de la misma idea: conseguir un buen caldo base o "fumet" en el que luego se cocinan los pescados que van a servirse. Para ese caldo inicial se suelen usar pescados de los antes aludidos, junto con cabezas, espinas y recortes de los que luego llegarán a la mesa. En el caso de la bullabesa, suelen usarse, además de la clásica "morralla", pescados de los mencionados en la lista de nombres poco atractivos, junto con algún crustáceo como la galera y, por supuesto, aromas claramente provenzales, que justifican lo de "sopa de sol": para un francés, el sol está en la Provenza. Tomate, cebolla y puerro, como en todo sofrito básico, pero también señas de identidad provenzal, desde el aceite de oliva y el ajo a cosas como el hinojo, hierbas como el tomillo o la ajedrea, cáscara seca de naranja... Logrado un buen caldo, colado presionando todo bien, se cuecen en él los pescados elegidos. Es imprescindible el cabracho, o la escorpena; y suele haber siempre rape, morena, pez de San Pedro, congrio, rubio, rata... hasta cuarenta indica alguna receta. Hoy, la bullabesa incorpora langosta, elemento que para el novelista y cineasta marsellés Marcel Pagnol ("La gloria de mi padre" o "El castillo de mi madre") era una aberración que falseaba el carácter y traicionaba el origen del plato. Como en el caso del "arròs a banda", lo ortodoxo es servir por un lado el caldo y por otro los pescados. El caldo se vierte sobre unas rebanadas de pan (vale una "baguette" asentada) que habremos secado, no tostado, en el horno; los pescados, que es mejor servir sin estorbos, se acompañan de una salsa llamada "rouille", una especie de mahonesa con ajo, miga de pan mojada en el caldo y pimiento seco, machacado todo en el mortero, que es lo que hace que tenga aspecto de herrumbre, que es lo que significa su nombre. La bullabesa, del francés "bouillabaisse", que a su vez deriva de la voz provenzal "bouiabaisso", de "bouia", hervir, y "baisso", bajar (hay que bajar el fuego después de un hervor), como toda receta popular, no tiene una única: cada cocinero tiene la suya. Lo mejor, desde luego, será aprovechar que el año próximo Marsella será capital cultura europea para viajar hasta allí y acercarse hasta el Vieux Port a un restaurante que les recomiende un marsellés de confianza. Un amigo mío pidió a un taxista que le llevase a donde hicieran la mejor bullabesa de Marsella y, ya en camino, le advirtió: "vamos a invitarle a usted". Entonces, el taxista giró en redondo y cambió su itinerario. La bullabesa, cuenta mi amigo, regada con un buen Chablis (su acompañante ideal) resultó inolvidable. Cosas, ya ven, de cierta madre abadesa, de pescadores y de taberneros. EFE.