El restaurante de mi querido y admirado Aimo, hoy dirigido por su hija Stefania, ha definido con toda claridad su futuro. Tras ser uno de los mayores adalides de la cocina de producto de corte tradicional popular e italianísima, siempre impregnada de suma cultura y refinamiento, ha decidido compaginar su identidad de siempre, la que tanta gloria le ha dado, con una evolución hacia conceptos más actuales. Lo está haciendo pausadamente, con inteligencia, de manera muy reflexiva, manteniendo su identidad, lo que nos parece fenomenal, si bien impregnándola de otro espíritu, por lo que le felicitamos. O, lo que es lo mismo: se aprecia en las últimas construcciones mayor carga de alta cocina, un nivel superior en las articulaciones, con estructuras integrales en bastantes casos, así como la introducción sopesada, en varias ocasiones, de sabores más modernos, dentro de la pureza e idiosincrasia que viene distinguiendo a la casa. El resultado no es otro que si siempre se ha comido magníficamente en esta mesa, ahora mejor, con más méritos, ganando clientela gastronómica.
Un primer y sublime testimonio lo tenemos en la pequeña ensalada de primavera con habas peladas hechas un instante, almendras romanas de Noto y abundante juliana de sepia cruda, rubricada con una clarividente y sibarítica mermelada de limón. Inmaculabilidad sápida y táctil, naturaleza, liviandad, complejidad, conjunción, cromatismo... una creación rabiosamente contemporánea y virtuosa. Antes nos deleitamos con dos aperitivos legendarios. Un bouquet inspirado en la brusqueta, una montaña de tomate pelado y picado entremezclado con alcaparras y costrones de pan, adornado con hojas de albahaca e impregnado con un hilo de aceite de oliva; sublime en su simplicidad. Y, después, con un par de rodajas de salchichón fresco de Cinta Senese. El siguiente servicio correspondió a otra obra cumbre, por la que sentimos tanta fascinación como por la susodicha versión del pan con tomate, el tambien esencial y consumado, mejor perfecto, paté de hígados de pichón y pato con crema de trufa blanca, sobre un esponjoso pan brioche caliente; magnánimo. Profundo, distinguido y armónico el muy académico y a la vez personal, por aquello de los toques mágicos, consomé de pollo de Saluzzo, límpido, completamente desengrasado, perfumado con verbena, en el que nadan bottoni rellenos de queso squacquerone, jamón ahumado y vinagre balsámico. Otro plato que impresiona, las verduras amargas, que llevan por título “verdure (da) amare”, sabores que se manifiestan en todo su esplendor: radicchio rojo tardío, puntarelle, lampascioni, rape rosse, apio… sobre una sustanciosa crema tundente de queso, taleggio de Valtaleggio a leche cruda de rábano. Inexcusables los capítulos de pasta y risottos, en los que se van sucediendo los complementos. Un ejemplo lo tenemos en el vegetal y muy temperamental risotto de carnaroli con puerros de Cervera, cardo de Niza Monferrato, avellanas del Piamonte y alcaparras de Pantelleria; casi nada. Otro, en los fusilli, hechos a mano, con crema de trufa blanca, acciughe liguri y pan de farro crocante aromatizado a las hierbas. Y, entre los segundos, el pichón se lleva la palma, sean cuales quieran los realces: por ejemplo, a las habas de cacao de Venezuela ligeramente ahumado con trufa negra y puré de castañas. Sin olvidar el antológico cordero -¡Qué calidad! ¡Qué hechura!- perfumado con carvi y jengibre fresco más radicchio trevisano tardío y cebolletas estofadas y el suculentísimo cochinillo de cinta senese crocante con miel de romero y otros atractivos contrapuntos que cambian a tenor de la temporada: mostarda de frutas y legumbres, tosta de patatas, hinojo y jamón.