Francis Paniego lo tiene claro, su festín degustación aúna creatividad e identidad territorial, proyectando sus sentimientos y su inspiración en los productos locales y en las referencias gustativas de la región. Enarbola con orgullo la bandera de La Rioja, de la que Echarren es su mayor estandarte culinario en la historia, a la que impregna de espíritu de futuro. Sabores amables, armónicos, conocidos...vestidos con novedoras formas de alta confección. Uno recuerda esto y aquello...pero queda sorprendido por el diseño que escenifica el chef, que hasta se divierte con pequeñas travesuras, con trapantojos, como sucede en el primer aperitivo, unas aceitunas en aceite de oliva virgen que no son aceitunas, que en realidad son un pasta cremosa negra, muy agradable y dicharachera, teñida con tinta de chipirón para dar el pego, con la forma de las olivas, que esconde sabores tipicos de la calle del Laurel de Logroño, que recuerdan a anchoas, pimiento verde, queso...multiples referencias típicas. Magía y literatura a la que recurre Francis para sorprender al público, que tiene que estar muy atento, para identificar lo que hay en el plato. Porque cuando anuncia pan de humo, ceniza y un trozo de Tondeluna aparece un canapé de “mantequilla” de cabra, de una quesería de Ezcaray, coronada generosamente con trufa negra rayada. Enraiza con el viejo abreboca de la suntuosa restauración francesa que redefine con sabiduria propia.
Francis homenajea a su madre, Marísa Sánchez, Guisandera Mayor del Reino, asumiendo su mayor ícono, las croquetas, una excepcional obra de arte. Algo que no debe dejar de hacer nunca. Como nunca un gourmet debe dejar de comer, y unas cuantas, dadas sus cualidades: una costra crujiente y frágil da paso a una sutil bechamel, batida eternamente, aligerada y enriquecida con caldo de pollo, que aparece magnificada con manifiestos tropiezos de jamón. ¡Qué delicadas! ¡Qué sabrosas a la vez! De Campeonato Mundial.
Cambiamos de tercio. “Hierba Fresca, o Comerse una Pradera de Alta Montaña” es un plato técno, al más puro estilo Adrià, en que proyecta, al más puró estilo Bras, los sabores compastres y lácteos que Francis identifica con la tierra que le vió nacer. Retomamos una filosofía más neta, más palpable, con la inmaculada cigala, una pieza monumental, troceada y justo caliente, jugosa a más no poder, con un huerto de minivegetales y sermillas intercalado, además de recuerdos a ajoblanco, que en nada afecta al marisco, con los que el comensal puede jugar a su gusto; ahora pongo remolacha tras el bocado de cigala, luego alcachofa...más tarde mojo en la salsa. Un protsgonista principal estelar y pureza...pureza al antojo de cada cual. “Asaduras. ¿Asadurillas de Cordero, Gazpacho Riojano o Mole Poblano?”. Detrás de este ambiguo e insinuante título múltiples despojos de casquería convertidos en un paté rústico, ciertamente visceral, harto condimentado, que se acompaña de una yema, líquida y caliente, y que se adorna con una teja con incrustaciones de sésamo, que hace de corteza para mojar el huevo y cargar la pasta. No puede reproducir recuerdos más primarios y ancestrales aunque se vista para la ocasión. Insistimos que se incita constántemente a la fantasia de quién se sienta a la mesa, que no puede sospechar que se va a encontrar detras de “El Pez de Río Que Soñaba con el Mar”. Un cubo frío de trucha, cruda y marinada, con algas y vegetales, todo rejuntado, como una ensalada o una ensaladilla verde, más un manojo de berros y una delicada salsa con notas ácidas y acuosas, muy refrescantes. Esencial la merluza, que tantos éxitos a dado al chef, asada, perfecta de punto, dispuesta sobre una estirada y refinada crema de patatas levemente aromatizada con vainilla. Colosal, por producto, punto y realces y, en verdad, académica. Esencialidad y academicismo que volvieron a quedar de manifiesto en el seso de cordero, cocido emulando la textura de un foie gras, que se laca con un sustancioso y concentrado caldo de ave. Un pecado para quien guste de la casqueria pura y dura...sin grandes atrezzos. Otra minudencia, muy audaz, unos callos, pero no hechos con tripa, ni pata ni morros como complementos, sino con piel de cerdo. Sabor de siempre y una textura extrema que pringa de gelatinosidad los morros, que se instala en ellos y no se desprende. Cuchara cochina para saturar a Gargantua y Pantagruel en un mano a mano. Unos callos ibéricos que enloqueceran a los locos de los callos a la madrileña. Y concluyó la fiesta con otro alarde de humanidad: queso, aceite, naranja y helado de calabaza, además de chocolate, frutos rojos...una orgia bien atemperada, magnificamente resuelta, en consonancia con la sensatez y madurez que distingue a Francis Paniego.