Caius Apicius (EFE)
Parece que por fin estalla la primavera y hace bueno: el verano está a la vuelta de la esquina y, anunciadoras de la estación, ya están aquí las cerezas. Los cerezos han cambiado el blanco de sus flores primaverales por el rojo de sus frutos, y si antes satisficieron al espíritu con la belleza de la floración, ahora gratifican al cuerpo con la delicia del sabor de sus frutos.
Rojo cereza... Aquellos de ustedes que sean aficionados a las catas habrán oído esta expresión, referida al vino tinto, unos cuantos miles de veces, casi tantos como "rojo picota". Dejando aparte que hay cerezas de un color rojo brillante que no se encuentra uno en un vino jamás, lo que se quiere decir con esas expresiones es que el vino es "de capa cerrada", expresión que, traducida al castellano, quiere decir que es muy oscuro, que está más cerca de sus nombres vasco y catalán (vino negro) que del francés, inglés, italiano o alemán (vino rojo).
Qué le vamos a hacer: ahora gustan los vinos así. El color del vino (y el de las cerezas) viene dado por unos compuestos presentes en el hollejo llamados polifenoles y flavonoides, entre ellos la antocianina. Cuando a la gente le dio por ponerse pedante con estas cosas, en cuanto se hablaba de vino salía alguien con el antociano. Entonces, el inolvidable amigo y colega Joaquín Merino, "El Príncipe" para cuantos le conocíamos, rezongaba: "ya salió don Antociano", y uno se imaginaba a un señor serio como don Pantuflo Zapatilla, padre de los mellizos Zipi y Zape.
Antocianos, polifenoles... Vinos cada vez más negros y, habida cuenta de que, igual que los lores ingleses tienen un esqueleto en el armario, esos vinos tienen un "esqueleto tánico" (los taninos entran en el mismo lote), más astringentes, menos amables... que es una de las razones por las cuales soy cada día más amante de los vinos blancos.
Pero íbamos de cerezas. Una vez, en el valle del Jerte, al que hay que ir cuando florecen los cerezos (está mucho más a mano que Japón, y no creo que allá el espectáculo sea más bello), hojeé unos folletos con diversas variedades de cerezas y picotas, descripción organoléptica incluida. Y, en el apartado del color, decía, invariablemente: "rojo vinoso". O sea: el vino es rojo cereza, y la cereza rojo vinoso. No me digan que no es un círculo de aquellos de los que uno de los maestros del absurdo, Eugene Ionesco, escribió: "tomad un círculo, acariciadlo, y se volverá vicioso" ("La cantante calva", 1950).
Este año no he ido al Jerte a ver los cerezos. Los tenía al lado de casa, en el remozado Arroyo de las Cárcavas pozueleño. Muchos menos, pero muy bonitos. Y los veía desde casa, vestidos de blanco. Lo que, lógicamente, no he podido hacer es aprovisionarme sobre el terreno: he tenido que ir, como todo hijo de vecino urbanita, a la frutería. Allí me encontré unas cerezas hermosas, preciosas... y con un precio desorbitado. Bueno, eran las primeras, había que pagar el capricho. Pero... qué decepción al probarlas: su sabor estaba muy lejos, en intensidad y calidad, del esperado. Ni dulzura, ni acidez: nada.
En fin, lavamos y quitamos los rabitos de las cerezas. Ya puestos, también los huesos, cuidando de recoger cuidadosamente el jugo desprendido en la operación. Puesto todo en una cazuelita, lo regamos con un chorrito de Oporto y añadimos (para medio kilo de fruta) una cucharada sopera colmada de azúcar. Moreno, para subrayar el toque acaramelado. Completamos con el zumo de una naranja grande. Al fuego, tres o cuatro minutos. Lo retiramos, lo dejamos reposar y servimos las cerezas con el juguito, todo ello tibio, sobre un fondo de yogur bien cremoso. Buen final para unas cerezas que, al natural, eran decepcionantes, y así estaban muy ricas.
La cereza, como sin duda saben ustedes, es una fruta con mucha historia dentro. Por resumir, diremos que se considera originaria de la zona comprendida entre los mares Negro y Caspio. De hecho, se cree que fue un ilustre general (y gastrónomo) romano, Lucio Licinio Lúculo, quien las llevó a Italia en lo que fue finalmente el botín más útil al pueblo de sus guerras con Mitrídates, que luego versionó para el teatro ("Mithridate", 1673) Jean Racine y pasó a ópera ("Mitridate, Re di Ponto", 1770) el mismísimo Mozart. Todo eso está en una cereza.
Cerezas. Aparecen por todas partes, si no ellas, sí su espíritu. Ya lo hemos visto al hablar de los vinos. También hay tomates llamados cereza por su tamaño, aunque los cursis prefieran llamarles "tomates cherry". Con cerezas se hacen bebidas, desde el "cherry brandy" al "kirsch", pasando por el marrasquino ("maraschino", hecho con guindas marasca)... Claro que las cerezas también pueden ser maltratadas. Para mí eso es utilizar cerezas confitadas (aunque les llamemos guindas no lo son) para mancillar con ellas cosas tan serias como un "manhattan" o, pintadas de verde para más escarnio, un "gimlet" como los que Somerset Maugham paladeaba en la barra del "Raffles" de Singapur...