Madrid, EFE - 21/05/2012
No cabe la menor duda de que uno de los alimentos que más ha cambiado en los últimos años ha sido el bacalao, en otro tiempo abominable y abominado símbolo de la penitencia cuaresmal y hoy bocado, si no de lujo, sí de alta consideración gastronómica.
El bacalao es un ejemplo de cómo la manipulación de un producto lo mejora notablemente; es, parafraseando las palabras con las que el sacerdote presenta en el ofertorio el pan y el vino, "fruto del mar y del trabajo del hombre". Es uno de los casos más notorios de cómo lo que en principio era sólo un método de conservación de alimentos puede convertir un pescado insípido en una maravilla.
Quienes tengan edad (bastará con que superen los cuarenta) recordarán los bacalaos de su infancia, aquellas delgadas y apergaminadas hojas de bacalao que impregnaban con su aroma las viejas tiendas de ultramarinos. Las hojas de bacalao colgadas, y aquella especie de bombas de gasolina de las que surgía el aceite de oliva (otro que... quién te ha visto y quién te ve) son las imágenes que tengo más claras de los ultramarinos de mi infancia.
También recuerdo mi odio africano al bacalao. Sin haberlos leído aún, estaba de acuerdo con ´Picadillo´, que le llamaba "terror de maridos" y con Julio Camba, para el que el bacalao era una "momia pisciforme". La verdad era que aquel bacalao no tenía nada que ver con el actual más allá de ser de la especie Gadus morhua... cosa de la que también tengo dudas, dada la gran cantidad de "imitaciones", desde el abadejo a la maruca y el eglefino, que han circulado por el mundo haciéndose pasar por bacalao.
Bacalao "nacional" que venía mayormente de Terranova, donde habían ido a pescarlo los vascos y los portugueses ya en el siglo XVI... aunque lo que realmente buscaban era ballenas; al final, ballenas había pocas, pero bacalao mucho. Ése es el bacalao que llamamos "dorado", salado a bordo y luego sometido a un proceso de secado, antes colgándolo al aire libre, cuanto más frío mejor, ahora en un túnel de aire seco. "Dorado" en contraposición al "verde", que se somete solamente a la acción de la sal. Bacalaos de orígenes como Noruega, Islandia, las Faroe, Escocia... Todos de aguas frías, norteñas; yo he visto pescarlos en el Vestfjord, entre las Lofoten y la costa noruega, cuando bajan del mar de Barents a reproducirse.
Hoy ese odio juvenil al bacalao se ha trocado en devoción: me encanta. Recuerdo siempre la gran afición que tenía al bacalao Xavier Domingo, ese ciclón que revolucionó la gastronomía española a finales de los años 70. A él le encantaba el arroz con bacalao; el otro día, nos regalamos uno excelente con unos estupendos lomos.
Usamos las partes delgadas del lomo, que, una vez desaladas y sin espinas ni pieles, cortamos en dados pequeños. Ya puestos, picamos en trozos lo más minúsculos posible lo blanco de un puerro, un calabacín pequeño y un pimiento del cristal verde.
Pusimos en una sartén amplia (en una paella, vamos) un chorretón de aceite (previamente aromatizado con ajo y guindilla, que habían dejado en él su espíritu, pero no su materialidad) y un par de dientes de ajo, enteros, que antes chafamos de buen golpe con la mano. Fueron incorporándose luego el puerro, el pimiento y, finalmente, el calabacín. A los cinco minutos, el arroz (de Calasparra). Lo rehogamos, lo mojamos con vino blanco y lo cubrimos con un caldo, en proporción de tres a uno respecto al arroz.
Un matiz: al hacer el caldo, de verduras, incorporamos las pieles de bacalao. Las repescamos antes de que se deshicieran, las pusimos en un colador y las exprimimos sobre el caldo, para que la gelatina de esas pieles lo enriqueciera y le diera una especial consistencia.
Bien, unimos a la fiesta un puñado de guisantes frescos y subimos el fuego. Retiramos los ajos, los majamos en el mortero y los devolvimos en ese estado a la paella. Cuando estimamos que faltaban tres o cuatro minutos para que estuviera el arroz (siempre vigilado por si hubiera que ponerle un poco más de caldo) pusimos el bacalao, y a los dos o tres minutos retiramos la paella del fuego, dejamos que el arroz reposase unos minutos y procedimos a una muy grata degustación.
Habrán visto que este arroz no lleva azafrán, es blanco; ustedes, si lo quieren amarillear, pueden incorporar unas hebras de esa apreciadísima especia al principio del proceso. Ustedes ya saben que el arroz, el pez (el bacalao lo es) y el pepino (que no figura en el plato, pero rima) nacen en agua y mueren en vino. Blanco, por supuesto. Un godello, de Valdeorras, elaborado sobre lías, resultó perfecto en nuestro caso y nos permitió brindar a la memoria del nunca olvidado amigo Xavier, que tanto hizo por la dignificación de nuestra cocina del bacalao.