Es el restaurante de alta cocina que más gusta a los guipuzcoanos desde hace décadas. Quizás porque sea el más clásico entre los modernos. Ofrece una culinaria más efectiva y artesana que artística. Busca, logra, consigue, y de que manera, convencer, sin pretensiones creativas ni combinaciones impactantes. Hilario Arbelaitz permanece fiel a sí mismo, a su estilo evolutivo, practicando lo que sabe y le gusta: una gastronomía sabia, refinada, armónica y cremosa. Platos maduros y reformistas en los que sobresalen la sedosidad y la conjunción, en los que prevalece la satisfacción palatal y mundana que deparan. Y con cierta tendencia, como es sabido, a composiciones tipo cuchara, una cuchara que siempre fue y será de oro y brillantes.
Lo que queda de manifiesto en el aperitivo: una gelée de limón con crema de coliflor y vinagreta de aceitunas negras, contrastes atemperados por la sutilidad que expresan y por densidad etérea de que hacen gala. Para que no haya la más mínima duda de todo lo aseverado, ahí está la vichyssoise de hinojo ilustrada con múltiples trozos de txangurro, en el que el carácter del marisco, evidente, esta envuelto por la delicadeza de la crema, en una composición idílica. La ostra se presenta en un solo sabor con dos texturas: a la plancha, nada más que caliente, conservando sus jugos, con una espuma de su agua; para que no queden dudas de su identidad. Magistral la panceta de cerdo ibérico, en verdad no puede estar mejor hecha, salir más fundente, se volatiza en boca saturándola de sabor, se acompaña de una berza entremezcla con puré y una ensalada trufada, además de un fondo cárnico. El arroz cremoso con chipirones, brilla sobremanera por los cefalópodos, bravíos, dulces y tersos, que se convierten en el ingrediente principal del plato, haciendo la gramínea de guarnición convencional, por sabor y textura, de los calamarcitos. Vuelve a escena la cremosidad, en grado sibarítico, un huevo escalfado, una yema cruda y caliente, que se rompe y corre por la vajilla, entremezclándose con un puré de foie gras y una salsa de trufas, sabores todos ellos históricos, que han estado ahí juntitos desde tiempo inmemorial, a los que distingue la perfección y a los que pone novedad unas láminas crujientes de apio. La ventresca de atún no puede ser más noble y salir más jugosa, se engalana con gracia: una vinagreta de cítricos y un aceite de pistachos, gracia sobre la gracia de la grasa del túnido, que llama al atracón. Y si el cerdo ya mereció vítores en la panceta, se repitieron con unas morrocotudas y gelatinosísimas manos de cerdo, embebidas de la salsa de su cocción, al más puro estilo tradicional, con unas pencas de acelgas, que recuerdan en alguna manera la estructura de la panceta, con las consabidas diferencias. ¡Ah!, el puré de patatas llega a la mano de Eusebio Arbelaitz y nadie puede negarse a revivir momentos inmortales.
Otros platos a tener en consideración. Un guiño a lo japonés sin caer en cocina japonesa, una inspiración nipona: atún marinado sobre un estirada sopa de dashi apenas gelatinizada, más una ensalada de microvegetales y hierbas, más un helado de mostaza que insinúa un toque de wasabi. Se descompone la brandada clásica para evitar la mezcolanza gustosa y lograr que cada elemento se manifieste por separado: la salsa en el fondo, la patata sobre ella haciendo de soporte del bacalao, en láminas tornasoladas, con un poco de caviar y una corona de aceite de hierbas. El corte de los platos es una constante: cigala asada con una salsa gelatinizada de jengibre, un ravioli de vainilla y diferentes bulbos salteados. Diseño de nueva generación: lomo de salmonete sobre hojas de endibias al vapor con calabaza a la naranja, flores y otra espuma.
Postres muy gratificantes y fáciles, que ponen la guinda en sintonía con la filosofía de la casa: raviolis de piña con helado de coco y pastel de chocolate fondant con sorbete de pomelo rosa.