Fidel Puig y Santiago Rebés han asentado, como no podía ser de otra manera, su magnífico proyecto de gastronomía posibilista. Hasta tal punto, que el restaurante está siempre lleno, doblando las mesas todas las mañanas. La explicación es bien...
Impresionante y admirable muestra de honestidad, coherencia y sintonía con los tiempos que corren la que muestra, sin ínfulas, con humildad, mucha humildad y clase, mucha clase, Santi Colominas en su sencillo y acogedor restaurante, al que acompaña su mujer, Sandra. Partiendo de la tradición del territorio, evoluciona sin prisas y seguro. No cede un ápice en la selección del producto, ni en la exigencia más banal. Nunca busca epatar, no; transita por las fronteras de la felicidad a base de entregar sensibilidad, armonía, precisión en las cocciones, elegancia en los acabados. Una culinaria sabia, firme y efectiva; de saber hacer en versión catalana.
Por tanto, la propuesta de Santi hay que catalogarla de posibilista e inteligente. Realista sin renunciar a lo onírico. Una demostración encomiable de lo que ha de ser un cocinero en tiempos de austeridad. Colominas, además de ofrecer un “menú todo incluido a 30 euros”, ha dibujado una carta que está repleta de maravillas palatales a un precio justo. Sencilla, pragmática, si bien claramente comprometida con la esencialidad y el refinamiento.
La ensalada de gambas en tartare con algas y berberechos certifica la inquietud por la materia prima y por plasmar la autenticidad del sabor. Otra ensalada exuberante y, a la vez, perfectamente enfocada: la de lomo de conejo escabechado con guisantes, habitas repeladas, lentejas y brotes; realmente delicada. Inmaculadas, sencillas y familiares las sardinas con tartar de tomate y cebolleta. Galáctico en la forma y texturas el refinadísimo bombón de foie gras al Pedro Ximénez con chocolate y brotes. La brandada con escalivada y huevo testimonia, por enésima vez, cómo se puede compatibilizar suculencia y finura. Los canelones, rebosantes de jabalí guisado con maíz y naranja, ahítan de sabrosura el paladar, al igual que sucede con el trinxat de patata, col, panceta y butifarra negra. Siempre apoteósicos los arroces, llámense como se llamen, es el caso del de erizos de mar y sardinas caramelizadas. La panceta nos traslada al paraíso de las grasas orgiásticas, un revolcón que dispara el clímax ¡Bravísimo! Como verdaderamente brava hemos de catalogar otro testimonio de gula académica: la liebre a la royal. Inmensa a su vez la grousse asada: tierna, rosácea, silvestre, exquisita, vibrante… depara sensaciones que creíamos desaparecidas. Y si no es temporada de caza, el pichón con paté trufado y queso de tupí atesora el fondo de cocina que caracteriza a todas las construcciones.