Elide Mollo es un cocinera delicada, sensible, inmaculada, pulcra...que se expresa con naturalidad y sencillez. Poco o nada de originalidad o sofisticación, mucho de exquisito sabor. Ejecuta como los ángeles cosas tan simples como unas flores de acacia rebozadas y fritas acompañadas por una pincelada de miel. Logra sobresalir en algo tan elemental como unas anchoas en salazón, verdaderamente escogidas, dispuestas con medio pimiento rojo asado y perfumado con vinagre con el toque proverbial que aporta el celebérrimo aceite Nember, que cotiza a 60 euros el decilitro. Cocciones impecables, como la que aplica a la anguila, que sale tersa, preservando todo su sabor, jugosidad y gelatinosidad, que se acompaña con un primoroso y aromático bouquet de hortalizas. La crema de gorgonzola con huevo de codorniz, crujiente de pimiento, flores y salicor salteadas representa atemperar la suculencia impregnándola de frescor y colorido. Los tallarines de yema de huevo, elaborados con 32 yemas de huevo por kilo de harina, con juliana de verduras al dente y salsa de tomate, echalotes y pimienta, son de los mejorcitos que se pueden comer en Italia, y no tienen otra cosa que honradez, nobleza, meticulosidad, sentido común y mano, un innato don del gusto; un plato que transmite fehacientemente, a las mil maravillas, los sentimientos personales y femeninos.
Los raviolis copiosamente ilustrados con hígado y salchicha desmenuzada son un devaneo con una gastronomía más populista, saciadora, gulesca, aventura de la que sale la señora sin despeinarse, exultante. El hígado de conejo, colosalmente ejecutado, con salsa de vino tinto, oporto y romero, montada con un poco de mantequilla y croquetas de sémola a la corteza de limón viene a ser el refrendo – permanente – de que se sabe oficiar con extraordinario esmero una culinaria de siempre actualizada. Refinamiento y liviandad que tiene otros muchos testimonios que con suma amabilidad canta Enrico Cordero, el marido, que a falta de carta hace llegar las propuestas que ha considerado oportunas guisar ese día la señora cocinera. Por tanto, aquí hay que prestarse a ser cómplice, lo que no constituye ningún riesgo, ni desde el punto de vista del estilo ni del sabor; uno y otro gustan a todos.