La cocina de Denis Martin tiene vertientes insuperables. En primer lugar, técnicamente raya en el 10; investiga todos los procederes hasta su conocimiento exhausto. Desde el prisma imaginativo, tampoco se marca límites, cada plato es un volcán en erupción que desprende ocurrencias fantásticas. Al paladar no puede ser más delicada y sorprendente, siempre proponiendo sabores futuristas rebosantes de matices, expuestos con sutileza y en consumada armonía. El estómago, después de haber probado 25 bocados, no la siente; extremadamente liviana. Su puesta en escena no puede ser más fotogénica y espectacular. Cada plato es un show cargado de magia.
Estamos, para que no haya dudas, ante el mayor y mejor seguidor a nivel mundial de la cocina de Ferran Adrià. Idéntico espíritu, la misma estructura… con secuencias distintas. Porque Denis es un creador, un artista, del mismo estilo con vivencias muy personales y siempre diferentes. Sus platos son aventuras inimaginables y convulsas que acaban felizmente.
Los contrastes en increíble conjunción son una constante. Tras el título de “la bleue des graciers” aparece un granizado de limón y anís estrellado con aire de absenta. El nitrógeno líquido toma mil formas: una tartaleta helada con sabor a piña colada debajo de la que se sitúa un almíbar de ron y una crema de cacahuetes. Hay momentos en que se da un giro de ciento ochenta grados al mensaje y se pasa de lo tecno sicodélico complejísimo a la esencialidad naturalista más absoluta: cigala con aceite de oliva virgen Verdale y liofilizado de cerezas. También hay inspiraciones en quesos suizos y fórmulas italianas. Un ejemplo lo tenemos en los inmaculados y dietéticos raviolis de vacherin friburgués con nueces frescas y consomé de albahaca. Otro, en la alucinante pizza margherita, en la que aparecen invertidos los elementos y las cantidades. Y una tercera maravilla que nos acerca al paisaje gastronómico local: fondue de gruyère y vacherin, en dos texturas, con un merengue de agua de tomate con forma de baguette. Hay en el quehacer de Denis cierta insolencia. Yuzu: cerdo, berberechos, manzana y hierba limón. Se vuelve al minimalismo y a la exaltación del producto con “rebozuelos suizos” de Omble Chevalier del lago Léman: un lomo de pescado cubierto por una seta, por aquello de la visualidad, de mantequilla, que se funde con un soplete ante los ojos del comensal, que ve cómo se integran idílicamente ambos ingredientes. No podía faltar el paraíso sonado: sopa thaï crocante, con sabor a marisco y aspecto de hamburguesa, se come con la mano, dispuesta sobre hierbas y flores. Inspiración plena en el “Rouge”: salmonete con jugos de remolacha y cerezas. La merluza rebozada sobre salsa de chipirones toma cuerpo en un lomo con gabardina negra, la mejor gabardina que nunca comimos, a la que acompaña un panais de vainilla y un yogur perfumado con rosas. Swiss Air: un sobre aéreo, que se entrega al comensal, quien lo abre, rompe la bolsa de vacío que está dentro y vierte su contenido sobre el plato. Un pichón cocido a baja temperatura empapado en su jugo acaramelado. Y la repostería igual de genial: los petit fours más imaginativos que existan sobre el planeta, entre los que nos permitimos nombrar el alucinante sachet coca “ini”.