Javier Olleros, gallego nacido en Lucerna, a donde sus padres emigraron décadas atrás, para luego retornar a su tierra natal y abrir negocios hosteleros, es un militante gallego con visión culinaria amplia y larga. En 2009 asumió riesgos e inauguró su vital: Culler de Pau (Cuchara de Palo), restaurante que representa un aventajamiento del paisaje. En su quehacer exalta constantemente los productos locales del mar y del campo, con independencia o en consumado emparejamiento. Siempre en nuevas conjunciones milimétricamente medidas con apariencias sencillas no exentas de complejidad. Reflejan su personalidad llana y asequible en la que se aprecian enriquecedores matices expuesto con sobriedad. Un mensaje que consigue calar en el comensal, que aplaude la diferencia y asequibilidad. La admiración surge de la consumación de ideas novedosas reflexivas y sabores harto conjuntados. Además, destila trasparencia, pasión, compromiso…que transmite al s comensal.
Esfuerzo que quedó patente en los aperitivos. Unos excelentes trozos de pulpo, tersos y exultantes de sabor marino, que salen al centro de la mesa, para que el comensal los pinche y embadurne a su antojo con una suave mayonesa agallegada, por aquello de aparecer tintada y perfumada con pimentón. Marco la diferencia en lo más humano. Que volvió a quedar patente en una versión creativa del caldo gallego: un chupito ciertamente sibarítico y esbelto, al que bien podríamos definir como un “consomé” de vegetales, de mar y tierra, carnoso en naturalidad y liviandad. Un primor. Y concluyó el preámbulo con una exhibición de texturas y flores: canapé crujiente de arroz negro, por aquello de las tintas, que hacía de lecho de una juliana de pescados ahumados, berros, brotes y capuchina, además de una espuma.
Refrescante y puramente reproducido el gusto de los encurtidos, en una atractiva salsa, que hacía de hilo conductor de una inédita “ensalada” de cogollos de lechuga y tomate seco, enriquecida con su majestad el percebe, en esa constante por integrar el paisaje gallego. Sabores familiares en formato desconocido.
El título, huevo de rodaballo, intriga. El comensal empieza a elucubrar. Aparecen, a manera de yema huevas del pez, como si fuese un caviar en simisalazón, rodeadas por la yema, una espumosísima emulsión marina. Una visión del rodaballo muy original, minimalista…ciertamente impactante.
La humildad hecha arte: un inmaculado lomo de jurel, magnificado por un prodigioso potenciador: un jugo de salazones con semillas de pimientos de Padrón. Un crujiente, unas flores…adornan una salsa merecedora de una cuchara de oro…que revaloriza el chicharrillo hasta superar la cotización del mejor besugo. ¡Viva la cocina!
Otro ejemplo de claridad mental y esencialidad: dos trozos de rape negro, grandioso en sí, perfecto de punto, dispuestos sobre una mantequilla de algas, con unos guisantes lágrima, cocidos brevemente. Materia prima insuperable y, nada más, ni nada menos, que dos complementos excepcionales, a los que se preserva su esplendor intrínseco, como al pescado.
Un lomo de ternera, absoluta y uniformemente rojo, en máximo estado de su ser, carne cruda y caliente, con un consomé, algún espárrago, ajo y frambuesa…certificaron por enésima vez el naturalismo contemporáneo con el que filosofa culinariamente Javier Olleros.
“Ecología” que se trasladó a los postres: una vibrante sopa de trébol bravo con afrutado y herbáceo helado de limón y hierba luisa y una muy bien trabajada composición de apio, zanahoria, caramelo y yogur, que exhibe texturas y gustos diversos en logradísima conjunción.
Una cocina que gusta, complace, tiene las ideas claras y no le sobra nada.