Precioso restaurante con numerosos comedores y una concurridísima barra en la que tapea el todo Salamanca e infinidad de turistas que visitan tan monumental capital. La carta, interminable, satisface a una clientela muy variopinta. Sobresale en ella la materia prima, estelar, especialmente en el capítulo marino y el estilo tradicional de las preparaciones, clasicotas y, en verdad, ricas. Colosales mariscos y pescados, como no hay otros en Salamanca y muy posiblemente en toda la región. Percebes, camarones, almejas, ostras, centollas, gamba roja, gambas blancas, nécoras, cigalas de tronco… memorables. Igual de grandiosa se muestra la chacinera salmantina: jamón, lomo, salchichón y chorizo. Se masca la verdad, la suma verdad del producto.
Se rinde pleitesía al recetario histórico y, en pura coherencia, siempre se ofrece un plato de cuchara que cambia a diario: cocido castellano, alubias de El Barco de Ávila con oreja y rabo, lentejas con morcilla y chorizo, patatas con espinazo… servido copiosa y suculentamente a unos 11 €.
La sopa de rabo de toro con abundantes tropezones deshuesados no puede resultar más auténtica ni más efectiva. En los pimientos del piquillo rellenos de marisco con emulsión de gambas prevalece el resultado del conjunto sobre la definición de los elementos. Convencional y muy noble la lamprea a la bordelesa con arroz blanco; manjaroso el pescado y densa e intensa la salsa: su sangre, vino tinto, cebolla, puerro… En el rodaballo y el lenguado sobresale la bondad natural sobre la añadida, siempre de estilo y gusto convencionales. Lo que vuelve a quedar patente en las carrilleras de ternera en salsa, tan sencillas como gratificantes. Y así se suceden inquebrantablemente escenas triunfales en su tipismo: leche frita con chocolate y parfait de almendra.
Más que por valores intelectuales esta cocina marca la diferencia en lo material. Placentera.
Por lo demás, fabulosa bodega y magnífica atención.