A Gilles Goujon nadie le ha regalado nada. Muy al contrario, en un paraje bucólico, alejado del mundanal ruido y en un edificio austero -concesión de un diminuto Ayuntamiento- que ha ido remodelando paso a paso desde hace una década, ha sabido labrarse una multitudinaria clientela y auparse al cenit de las guías francesas: 5 Gorros en Gault Millau y tres estrellas en Michelín. Por tanto, estamos ante un hombre hecho a sí mismo, que ha tenido que llorar y sudar sangre hasta alcanzar la celebridad, una celebridad que muy pocos merecen tanto.
Gilles Goujon es un hombre feliz, al que le gusta comer, comer mucho y el paisaje en el que habita. Es también una persona noble y auténtica, lo que se manifiesta en su quehacer y los productos que emplea, siempre excelsos y en cantidad. Generoso y generoso en el esfuerzo, sus construcciones resultan siempre laboriosas y complicadas. Trasluce amor a su oficio, forjado en su juventud con Roger Vergé, ganó el título de Mejor Obrero de Francia.
Prepárese para un festín carnal y refinado a la vez. Cocina de la abundancia y la suculencia trazada con saber hacer y pasión. Potente, elegante, virtuosa… deparando sabores tradicionales; sabores tradicionales actualizados, rediseñados e impregnados de indudable personalidad.
Un primer testimonio de lo aseverado lo tenemos en la espuma de panceta ahumada con crema de habas, rematada en el aire con una tosta de queso, setas y habas repeladas; articulación tan expresiva como distinguida. Más inspiración en valores intemporales la encontramos en el huevo de la señora Carrus, de apariencia “mollet”, del que, al romperlo el camarero delante del comensal, brota líquido, de apariencia podrida, infiltrado de trufa negra, espectacular, sorprendente, dispuesto sobre un puré de champiñones trufado cubierto por melanosporum con el acompañamiento de un brioche tibio para masticar y una cubeta de capuchino de idénticas setas para beber; tres espacios deliciosos, complejos y rebosantes de matices con la constante de una técnica depuradísima. Ciertamente manjaroso el foie gras asado, un pedazo hermoso, carnoso, mantecoso, rebosante de sabor, de honorable sabor, al que secundan en escena una golosa torta sablée al pan de especias con ruibarbo en jaula de merengue suizo y unas fresas levemente impregnadas de vinagre balsámico. Insistimos, una cocina temperamental currada hasta la extenuación.
Otro testimonio deslumbrante de materia prima y oficio: gigantesca ostra Gillardeau escalfada en un santiamén, cruda y caliente, coronada con caviar de mújol, dispuesta sobre un verde y exultante puré de rúcula y berros y bajo una fragilísima campana de caramelo; todo ello napado en el último momento con nata caramelizada. En otro lugar de la vajilla, un tartar del mismo marisco con espuma de agua de mar y una tartaleta de embutido de cerdo. En tres palabras, majestuosa impecabilidad gulesca. Inconmensurable homenaje a la bullabesa: lomo de salmonete sobre un cilindro de patata crujiente rellena de una brandada de cebolla “en bullinada”, colocado por encima de una sopa de pescados con mejillones, berberechos, verduras y pan tostado, fusionada con una espuma de “rouille” al azafrán, que se derrite al verter sobre ella el caldo. ¡Qué placer! Otro plato grande, grandísimo, el que tiene por protagonista al cabrito, un cabrito excelso, expuesto en múltiples zonas tratadas de diferentes maneras: lomo en hoja crocante a las hierbas, chuletilla planchada, espalda confitada, brocheta de riñón y corazón y, además, una hermosa colmenilla rellena de una farsa de carne y realzado con jugo de flores de tomillo… la intemerata.
Colosales el macarrón de frambuesa, el “cancelé” y la tartaleta de todo chocolate. Y en idéntico estilo y nivelazo los postres. Bien sean las fresas con olivas negras confitadas, sorbete de tomillo limón y magdalenas de miel; bien sean los conos de cacao rellenos de chocolate guanaja y perfumados con violetas, pimienta de Sichuán y frambuesas.