JESÚS RODRÍGUEZ. EL PAÍS.
-Dominó el planeta, cayó en desgracia y la crisis la ha devuelto a la actualidad con más fuerza que nunca
-Una hamburguesa no es solo un filete de carne picada, es un icono económico y sociológico, tan odiado como deseado, que devoran a través de las grandes cadenas de comida rápida decenas de miles de millones de personas en todo el planeta
-Tras ser defenestrada en la pasada década, regresa aupada por el poder del ‘marketing’ y por la moda de las hamburguesas de ‘alta costura’
-Jorge sabe cuántas hamburguesas va a vender hoy a la hora del almuerzo. Tiene una hoja de cálcu¬lo detrás del mostrador del McDonald’s de la periferia de Ma¬¬drid del que es encargado que le indica que va a ingresar 1.052 euros. Pasado el aluvión de clientes, hace caja: “1.066”.
–“Se ha equivocado en 14 euros…,” le digo (en tono agridulce).
–“No habíamos previsto lo que han consumido usted y el fotógrafo. Reste el importe de esos dos menús y verá cómo nuestro cálculo era perfecto”, responde (con gravedad).
Jorge lleva treinta años en el negocio. Desde el desembarco de la comida rápida en España. Es un profesional, no un estudiante contratado a tiempo parcial para cubrir las horas punta del negocio (como la mayoría de los empleados del sector). Ha subido todos los peldaños. Está educado en el sistema. Y el sistema no se equivoca. Todo es previsible en el mundo del fast food. Todo funciona con la precisión de la lista de comprobaciones de un piloto antes de despegar. Quizá es lo que busque el cliente: ausencia de sorpresas. Comer rápido, barato y en un territorio familiar hasta en su olor. Alimentación intensiva. Seis euros por cabeza. Wifi. Y un juguete para el niño. ¿Quién da más? Una fórmula perfecta en tiempos de crisis. Aunque nunca nos preguntemos qué estamos ingiriendo. Quizá no importe. La clave es comer sin sobresaltos y salir corriendo.
El mismo filete de carne picada de faldas y delanteros de vacuno, calibrado al milímetro, ultracongelado a -22 grados, que antes de servirse al cliente en un restaurante clónico al resto ha permanecido encajonado en el mismo modelo de plancha durante 110 segundos, cocinándose en su mismo 20% de grasa hasta alcanzar 70 grados; todas con el mismo punto. El mismo pan descongelado del mismo tamaño, color (controlado con fotómetro) y forma; con su coronasembrada por cuatro centenares de semillas de sésamo cosechadas en el paralelo 22; horneado durante 35 segundos. El mismo pellizco de sal y pimienta. Las mismas gotas de kétchup y mostaza distribuidas de forma regular con el mismo dispensador; la misma cantidad de cebolla y pepinillos dispuestos de la misma forma. Las mismas patatas cocinadas en la misma freidora, con el mismo aceite de girasol, sacudidas con el mismo movimiento de muñeca y aderezadas con el mismo salero. El mismo tobogán metálico caldeado (la mesa de transferencia), por el que las hamburguesas se deslizan veloces de la cocina al mostrador. El mismo menú en 90 segundos. Un proceso controlado y eficaz. Impreso en las tablas de la ley de la compañía: el Manual de Operaciones y Entrenamiento, elaborado en la Universidad de la Hamburguesa, financiada por McDonald’s, en Illinois (Estados Unidos), con una decena de campus asociados en todo el mundo (con Shanghái a la cabeza).
Un mundo perfecto. Sin espacio para el error, porque se trata de cumplir los procedimientos. Una burbuja. Transversal en edades y clases sociales. Como describe Alex Simon, vicepresidente de McDonald’s en España, “somos una síntesis de la sociedad”. Todos devorando con los dedos el mismo “filete de carne picada, apelmazada y redonda”. Las familias felices del extrarradio, las prostitutas del corazón de la ciudad, los empleados con prisa, los adolescentes, los viajeros aéreos y terrestres, los jubilados y los niños. Siempre los niños. En Estados Unidos, un 96% de ellos son capaces de reconocer al payaso de McDonald’s. Cada niño atrae dos clientes. En especial, abuelos. Bienvenidos.
En el mundo de la hamburguesa ‘en serie’ no se valora la originalidad. No hablamos de cocina, hablamos de un ‘sistema’.
El alimento del pueblo. En eso consiste el ideario de la hamburguesaen serie: en la igualdad. Aquí no se valoran la originalidad. No hablamos de cocina, hablamos de un sistema.De una forma de vida creada en Estados Unidos hace 50 años que ha conquistado el planeta. Y nadie ha conseguido aún destronar. Aunque sufra periódicas recaídas. 25.000 millones de personas pisan cada año un McDonald’s; 7.000 millones son europeos; 230 millones, españoles. ¿Cuál es el secreto? Una hamburguesa triunfa porque no es solo una hamburguesa, es “una experiencia”.
Nos lo explica con entusiasmo Teresa Rincón, directora de comunicación de McDonald’s. Estamos en uno de los restaurantes de su firma porque nos ha abierto las puertas del negocio (tras algunas dudas iniciales), mientras que la otra gran cadena de comida rápida (Burger King) se ha limitado a darnos largas. Su reticencia tiene una explicación. Las aguas del sector de la hamburguesa bajan revueltas. Hace un par de meses, la cúpula mundial de Burger King tuvo que reconocer que algunas de las hamburguesas de vacuno de su filial irlandesa contenían carne de caballo y culpó del desaguisado a su principal proveedora cárnica. Conmoción. El sector bajo sospecha. En esas mismas fechas, en España, la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), tras realizar un análisis químico y genético de una veintena de marcas de hamburguesas frescas de vacuno comercializadas en grandes superficies, concluyó que dos contenían caballo. Y 16 de las 20, sulfitos, un conservante que impide la proliferación de bacterias, pero que en dosis elevadas provoca trastornos gástricos. En su etiquetado no aparecía ninguna alusión a la carne de equino, y para descifrar la presencia de sulfitos plasmada en el envoltorio había que tener un máster en química y contar con una lente de aumento. Ambas denuncias salpicaban a las dos grandes plataformas de comercialización de hamburguesas: el sector de la comida rápida y los supermercados.
La carne picada es un producto de fácil contaminación. Por eso las grandes cadenas están obsesionadas en su control estricto.
Un mazazo al prestigio de un sector cuyo éxito se basa en la confianza del consumidor. Y más aún cuando la carne picada es un producto de fácil contaminación y delicado de conservar. En las grandes cadenas defast food lo saben y están obsesionados por su control (según pudimos ver en la factoría de McDonald’s a las afueras de Toledo). “La carne picada es un producto que encierra una gran peligrosidad”, explica Carlos Rodríguez, de 41 años, ingeniero agrónomo, hijo de carnicero y creador de Raza Nostra, una de las nuevas cadenas de hamburguesas de alta costura que han proliferado en España desde 2008 y luchan por vencer la leyenda negraque arrastra la carne picada: “Es un producto muy perecedero que nunca debe superar los cuatro grados de temperatura ni los tres días de vida. Es susceptible de albergar una gran carga bacteriana. En un trozo compacto de carne, tienes que cocinar bien lo de fuera para matar a los bichos; en una hamburguesa, si el proceso de manipulación en frío no es correcto, las bacterias pueden alcanzar el centro de esa masa y entonces tienes que cocinar mucho más las hamburguesas. Las tienes que achicharrar. Las bacterias se mueren a 70 grados. Por eso nunca comerás una hamburguesa de fast food poco hecha. Se curan en salud. Y si hablamos de hamburguesas envasadas, hay que distinguir entre lasde verdad (que solo llevan vacuno) y las llamadas (por ley) burger meat,que contienen sulfitos y otros conservantes y colorantes, y además cereales y hortalizas. Eso no lo sabe el consumidor. Ve un filete redondo de carne picada y piensa que es una hamburguesa. Y eso es trampa”.
La portavoz de la OCU, Ileana Izverniceanu, impulsora del estudio sobre hamburguesas frescas en España, analiza los resultados de su investigación: “Nos estamos enfrentando a un fraude, no a una crisis de seguridad alimentaria. No sabemos qué estamos comiendo. La crisis económica está pasando factura a los productos alimenticios más baratos. Se está dando un descenso en su calidad. Las distribuidoras están apretando tanto para mantener bajos los precios, que llega un momento en que la calidad se resiente. Y eso se está viendo en las hamburguesas envasadas”.
Si hablamos de restauración rápida de hamburguesas, dos compañías multinacionales, McDonald’s y Burger King, van por delante del resto. Son el icono. Suman entre las dos 50.000 restaurantes en 120 países. A nivel global, McDonald’s va por delante, con 35.000. En España, sin embargo, de los 1.000 establecimientos de ambas, más de la mitad lucen los colores de Burger King (aunque la compañía no nos aporta cifras). Por su parte, McDonald’s habla de unas ventas en España de casi 1.000 millones de euros en 2012, con 446 restaurantes y 22.000 empleados. Hasta 2014 confían en crear 60 más y generar 3.000 nuevos empleos. La hamburguesa parece funcionar. A la comida rápida le sienta bien la crisis.
McDonald’s y Burger King son los grandes iconos del sector. Entre ambas cadenas suman más de 50.000 restaurantes en 120 países.
McDonald’s comenzó a extender sus tentáculos por Estados Unidos en 1955. Burger King lo había hecho un año antes. La idea de introducir un humilde filete de carne picada dentro de un bollo para convertirlo en un almuerzo todoterreno no era nueva, había surgido de la cadena White Castle en 1921. Sin embargo, su nacimiento como fenómeno sociológico-culinario que iba a transformar los hábitos de consumo alimentario explotó en plena guerra fría. El invento se basaba en la adaptación de los procesos más avanzados del capitalismo (la producción en serie, la cadena de montaje, el sistema centralizado de compras, los modernos sistemas de almacenamiento y distribución, el modelo multinacional, las nuevas fórmulas de marketing y la técnica de las franquicias) a la industria alimentaria. Comida para masas hecha por máquinas. La misma hamburguesa en cualquier rincón del mundo. La comida rápida era el reflejo del modelo de sociedad americana donde, debido el acceso de la mujer al trabajo, se estaba dejando de cocinar y comer en el hogar (a comienzos de los sesenta, aún las tres cuartas partes de lo que comían los americanos estaba cocinado en casa. En los setenta no llegaba a la mitad). McDonald’s y Burger King darían respuesta a esa nueva estructura social. La clave era dar de comer en abundancia (más tamaño –big mac–, más grasa, más azúcar, más sal, más hidratos de carbono), en poco tiempo y por poco dinero. Nadie hablaba de dieta ni medio ambiente. La clave era hacer hamburguesas cada vez más grandes regadas por gigantescos refrescos azucarados. El modelo tardaría 20 años en extenderse por el mundo. La conquista sería imparable. En 1979 llegaría a París, donde rivalizaría con el tinto, la baguette y el salchichón (hoy Francia cuenta con más del doble de McDonald’s que España). La ofensiva hacia el Este se iniciaría con la caída del Muro (1989). A medida que se derribaban estatuas de Lenin, se iban alzando McDonald’s y Burger King en Moscú, Tirana y Pekín. En 1991 se contabilizaban 12.000 restaurantes McDonald’s. Se han triplicado en 20 años.
Vendían un estilo de vida (americano, por supuesto). Sinónimo de progreso y modernidad. En diciembre de 1975, un mes después de la muerte de Franco, Burger King montaba su primer restaurante en Madrid. Su primera publicidad del 18 de diciembre de 1975 se arrogaba el título de “Rey de las hamburguesas”. El polo de atracción era Estados Unidos: “Ahora usted puede saborear por fin una forma de vida de estilo americano”. McDonald’s aún tardaría cinco años en aterrizar en España. La llegada de ambas cadenas de hamburguesas daba respuesta a un nuevo modelo de sociedad que demandaba otras formas de socialización y conciliación entre lo familiar y lo laboral en torno a la mesa. También respondía a nuevas demandas alimentarias. Lo que Fernando Collantes, profesor de Economía y autor del estudio La alimentación en la España del siglo XX, denomina “la nueva sociedad de la opulencia”. Según Collantes, hasta los sesenta, el consumo de carne de vacuno en España era escaso. La cabaña bovina estaba dedicada al trabajo en el campo. Se arrastraban las penurias de la Guerra Civil. La reactivación económica desde finales de los cincuenta se iba a traducir en una mayor ingesta de calorías (2.300 por persona y día tras la guerra, 2.730 en 1970, 3.062 en 1980, 3.500 en 2000). Y especialmente de carne. Si en 1958 (al comienzo del milagro económico) el consumo de productos cárnicos de un español era del 18% del total de su dieta, en 1973 ya había alcanzado el 30%. En torno a ese panorama económico y social, la industria alimentaria española comenzaría a cambiar. Para empezar, la ganadería de vacuno se iba a convertir en industrial e intensiva. Hacían falta vacas. Y de razas más cárnicas. Había que importarlas. Y hacer mezclas genéticas. A continuación aparecería un nuevo abanico de sistemas de conservación en frío, de platos preparados y electrodomésticos ideados para cocinar más fácil y rápido. El negocio de las hamburguesas iba en esa línea. Carne barata en un punto de encuentro moderno y divertido. Funcionó.
Hasta los años sesenta, el consumo de carne de vacuno en España era muy escaso. Se arrastraban las penurias de la guerra
A finales de los ochenta, las cosas se comenzaron a torcer en la industria.La sociedad empezaba a preocuparse por la dieta, la salud, el medio ambiente e, incluso, por la explotación de la infancia a través del marketing.Y ese filete de carne picada (patty en el argot del ramo) se convertía en el símbolo de los desmanes del capitalismo salvaje y el imperialismo de la era Reagan. Estados Unidos ejercía su hegemonía mundial a través de su comida basura. La hamburguesa en serie representaba un modelo donde la eficiencia estaba por encima de los valores. Un negocio sin alma. Patty era culpable de todo. De la obesidad, la hipertensión y la diabetes; de la deforestación, la explotación de los trabajadores y la manipulación de los niños, la desaparición del comercio tradicional, la producción de desechos no biodegradables. A partir de los noventa, esas críticas dispersas se irían articulando en libros, películas y tesis. En torno a la hamburguesa se hablaría por primera vez de los peligros de la globalización. En 1996, el sociólogo George Ritzer publicó La macdonalización de la sociedad, una crítica filosófica y sociológica del sistema; en 1998, el periodista Eric Schlosser publicó en la revistaRolling Stone un reportaje titulado ‘Fast Food Nation’ (que se convertiría en libro y documental), donde colocaba la industria de la comida rápida al nivel del negocio del tráfico de armas. La puntilla la pondría en 2003Morgan Spurlock con su documental Super size me, donde retrataba las hamburguesas como un peligro para la salud. De pronto, las turbas antiglobalización invadían los plácidos locales de fast food en Corea, Ecuador y Francia. En 1999, un sindicalista francés, José Bové, asaltaba, como si tratara de una nueva Bastilla, un McDonald’s en Millau. La imagen cruzaba el planeta. El movimiento antihamburguesa se agravaría en Europa a comienzos de 2000 con la epidemia de las vacas locas (que rebajó el consumo de bovino). En 2006, la factoría Walt Disney rompía su acuerdo con McDonald’s para regalar a sus clientes más jóvenes juguetes de su factoría con su menú. No quería que su imagen se asociara con la comida rápida. La industria de la hamburguesa tocaba fondo. Reaccionaría rápidamente. Tenía una enorme chequera (solo McDonald’s invierte 2.000 millones de euros al año en publicidad) y a los mejores expertos en mercadotecnia en su nómina.
Como explica el responsable de marketing y vicepresidente de McDonald’s, Alex Simon, “hace años, nuestros restaurantes no eran tan agradables ni nuestros productos tenían calidad como ahora. La gente empezó a preguntarse qué había detrás. Y nosotros no reaccionamos porque nos iba bien con ese modelo. Hasta que nos dimos cuenta de que, a la larga, no sobrevives si no respondes a lo que te pide el cliente. Ya no servimos comida rápida, servimos buena comida de forma rápida. Hemos evolucionado al ritmo del cliente y estamos preocupados por su salud. Damos frutas a los niños y ensaladas y nos estamos aproximando a la cultura culinaria de cada país. El 75% de nuestros proveedores son locales. Estamos dispuestos a devolver a la sociedad lo que nos ha dado”.
En diciembre de 1975, un mes después de la muerte del general Franco, Burger King montaba su primer restaurante en España.
Los expertos en marketing ya tienen como referente académico la inmensa campaña llevada a cabo por las empresas de comida rápida en los últimos diez años para contrarrestar la avalancha de informaciones negativas en torno a sus prácticas. Para empezar, con el cambio de imagen de las marcas. Como explican Mónica Gómez y Silvia Pinto, profesoras de Marketing de la Universidad Autónoma de Madrid, “esa transformación representa un clarísimo exponente de la capacidad de adaptación de esas compañías a los cambios de los gustos de los consumido¬¬res, mediante la modificación de sus aspectos externos: la presentación de sus productos, sus establecimientos y su forma de comunicarse con los clientes. Su objetivo es adaptarse a la nueva sensibilidad del consumidor y transmitir una imagen de calidad. Sus logos han pasado del rojo de la comida rápida, que simbolizaba éxito, dominio y pasión, al azul, en el caso de Burger King, que transmite serenidad, ternura y libertad, y en el caso McDonald’s, al verde, el color de la fertilidad, que todos asociamos con lo natural. Ese es el valor en el que más hincapié está haciendo esa compañía”.
Esa contraofensiva de la industria hamburguesera fue tan rápida y contundente como su modelo culinario. En especial la de McDonald’s. Su cotización en Wall Street estaba en juego. En 2003 cambiaba sus envases, sustituyendo el poliestireno por cartón. En 2004 introducía alimentos saludables (ensaladas, fruta, agua) y en 2008 eliminaba las grasas animales de sus frituras. Todo adobado con campañas de publicidad, iniciativas solidarias y propuestas medioambientales (como la recogida del aceite usado para producir biodiésel o la instalación de placas solares). Su ofensiva llegaba al punto de competir con las sofisticadas cafeterías Starbucks, poniendo en sus establecimientos una carta de cafés y tés servidos en auténtica loza. Lo nunca visto en el reino de la carne picada.
En 1999, José Bové, un sindicalista francés, asaltaba, como si se tratara de una nueva Bastilla, un restaurante McDonald’s en la localidad de Millau
Al mismo tiempo florecían por todo el país nuevos restaurantesindependientes centrados en el nicho de las hamburguesas gourmet. Era la moda. La había iniciado el chef francés Daniel Boulud (con tres estrellas Michelin) en 2001. No eran muy caros, pero eran muy cool. Un sitio para dejarse ver. El mejor ejemplo, la cadena Home Burger Bar, creada en 2006 en Madrid. Su promotor, Arnaud Barcelon, un publicitario canadiense afincado en España, de 38 años, explica su apuesta:“En Canadá, en cualquier buen restaurante te puedes tomar una hamburguesa de calidad con los mejores productos. Aquí era imposible encontrar hamburguesas más allá de la comida basura. Y yo quería demostrar lo que se puede hacer con carne de primera, un buen pan, verduras frescas y un poco de imaginación. Mi idea era acabar con la uniformidad del producto. No quería hamburguesas miméticas cocinadas al mismo punto por empleados vestidos todos igual. No quería carne industrial. Me puse a buscar un buen ganadero que compartiera mis ideas. No fue fácil. Lo encontré en Cenicientos (Madrid). Era Rodrigo Redondo, un biólogo de 38 años, que había decidido llevar la producción ecológica de vacuno al extremo. Comenzamos a trabajar juntos. Me envía su mejor carne al vacío dos veces por semana y yo la pico por la mañana y por la tarde. Vendemos más de 100.000 hamburguesas al año. Ya tengo cinco restaurantes. Pero no quiero seguir creciendo. Hasta aquí he llegado”.
La crisis económica de 2008 sería el empujón definitivo de la hamburguesa. Era más necesaria que nunca. Pero, como hemos visto, enterrando su mala imagen. La comida rápida quería dejar de ser comida rápida. Quería dejar de ser un negocio egoísta e insano. Hoy, el universo de la hamburguesa vive su segunda revolución. Aspira a continuar otros 50 años en la cresta de la ola. Parece seguir los consejos plasmados en El gatopardo, la novela de Lampedusa: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.