Acertijo gastronómico.
Les doy varias pistas:
- Se dice de algunos que tienen más cara que un container de icosaedros.
- Viven de su pluma (descartar a Boris Izaguirre, que aunque tiene más pluma que un edredón nórdico, nada tiene que ver con la solución del enigma).
- “¡La de langostas que me tengo que comer, para llevar el pan a mis hijos!” es una de las frases que utilizan habitualmente para justificar su penosa tarea.
Alguno de ustedes con la primera pista habrán exclamado bingo sin necesidad de pedir el comodín del público; o sea, blanco y en botella.
Estoy refiriéndome a mis amigos Los Críticos Gastronómicos.
Les ruego, en primer lugar, que no me hagan la típica pregunta de si los críticos pagan o no en mi establecimiento; si les soborno o no (¿creen acaso que está el negocio de los restaurantes para andar regalando trajes por ahí...? a lo sumo, unas inocentes latitas de anchoas). Seré, pues, tan embustero como lo soy con ellos. Ni qué decir tiene, que en las innumerables veces que les he disfrutado/sufrido, ha habido momentos en los que les he dado “gato por liebre...” resultando que también les gusta el gato. Qué le vamos a hacer. Y volviendo a lo del “cobrado”, es cierto que les he cobrado en innumerables ocasiones; y confieso que esto me complace.
Para mí, el crítico gastronómico “serio” debe de fijar su atención primordialmente en lo que se lleva a la boca. Estoy hablando de la manduca, dejando de lado aspectos superficiales --es mi opinión-- en lo que al disfrute se refiere.
Muchos de los desvaríos acontecen cuando el susodicho comenta, por ejemplo, el color del botellero de la entrada, o, la marca de gomina del sumiller, ustedes me entienden. De delirante más aun catalogaría la escena --muy común--, cuando servidor los ha atendido en tropel: al llegar el plato (o el vino) a la mesa, se miran disimuladamente entre ellos, como si se encontrasen en mitad del Misisipi en el transcurso de una partida de póquer, muchas veces sin saber que decir, esperando a ver quien es el primero que desenfunda la “Smits & Weston”.
Yo, que me considero un lidiador de críticos (y de clientes, primordialmente), respondo a cada una de sus acometidas de la manera más natural: plantándoles cara. Digiero y metabolizo sus comentarios con ironía mesonera; si fulanito me profiere algo así como: hijoputa, náufrago o bufón (sic)... quiero entender que me está diciendo: “¡Qué peazo de maestresala eres, no me dejes solo sin tu compañía, que me divierte mucho...!
Porque, si quieres comprenderlos, antes deberás de haber trabajado en el bar de la “Guerra de las Galaxias”, que es prácticamente igual al sitio donde yo comencé mi carrera profesional.
Actualmente están atravesando un mal momento emocional: su sufrimiento se ha acuciado en los últimos años debido al fenómeno competitivo de los blogueros (al loro con alguno de ellos, que mojan la oreja a profesionales como la copa de un pino), en ese espacio libre y cabrón que es internet. Los más astutos (perdóneme jefe) manejan una agencia de comunicación u organizan macrosaraos para sacar los cuartos a cocineros diletantes; nada que objetar, aunque su independencia parece como trufada de un extraño tufillo a faisande. Si por otro lado ¡ay! un cocinero osa salir de su cocina para hacer un bolo --tan necesarios en estos tiempos-- le funden los plomos sin ningún remordimiento.
Cada uno tiene su idiosincrasia, sus tics específicos y sus fobias. Y no existirán –o al menos yo no conozco- nunca dos críticos iguales. Toman, eso sí, distintas poses: la de Antón Ego (¿le recuerdan en “Ratatuille”?); o de Charles Bukowski a lo “Barfly”; o más temible aún: la de Richard Burton en “¿Quién teme a Virginia Wolf?”
La delgadez de algunos de ellos me tiene preocupado y sus críticas me produce la misma desconfianza que cuando me pongo en manos de un cocinero anoréxico.
Y como no les guardo ningún rencor, este verano he cogido a mi crítico de cabecera, para devorarnos unas langostitas gallegas (“lo del pan de mis hijos” ¿recuerdan?) al más puro estilo “Entre copas”...
Les mantendré al corriente.
Diego R Rey