Los loteros y la cocina

Faltan sólo tres meses para la ominosa Navidad y el sorteo extraordinario de la lotería, con sus ahora irreconocibles niños de San Ildefonso, víctimas también del diseñito.
Pero durante todo el año, los vendedores de lotería recorren ciertos restaurantes con sus décimos, o como se llamen.
Los conozco, de vista, a todos. Ignoro su nombre. Sólo sé que uno de ellos es argentino (alguien me dijo que fue broker en su país y se vino para acá huyendo del caos económico) y que otro es hijo, o hermano, de un comisario de policía. Va siempre como recién salido de la ducha.
Ellos también me reconocen (vivo en los restaurantes; a veces, malvivo), y nunca les compro porque no creo en la suerte, aunque puede que exista. Al llegar Navidad, sin embargo, puede que me anime, y pienso: ¿Y si me saliera el gordo? A continuación. adquiero un par de esos papeles, tan policromados –como las recetas de la alta cocina- que parecen cromos.
Es una ilusión como otra cualquiera. A fecha de hoy, sigo solo con ella. Y sin el Gordo.
Aunque no es correcto llamarles loteros, pues lotero es quien tiene a su cargo un despacho fijo de lotería (la madrileña doña Manolita), todo el mundo les llamamos loteros.
Entran educadamente y venden ilusión a mitad de una paella incomible, una mariscada playera, un chuletón de carne roja de vacuno a la brasa, un guiso de langosta con canela o un steak tartare.
Nadie como ellos sabe quién pasa más horas al año en los restaurantes, y de quién se trata. Algunos son informantes de otros restaurantes, una especie de espías que les cotillean el grado de ocupación de este o aquel local. En este sentido, los dueños de los restaurantes saben cómo va la competencia sin necesidad de visitarla.
Estos entrañables loteros tienen también sus propios circuitos; unos buscan la clientela con dinero; otros, la popular. Son, todavía, una institución, aunque venida a menos por su extinción natural y porque la mayoría de los hosteleros –salvo en los lugares masivos, playeros o folklóricos- no les dejan pasar.
A mí no me molestan, al contrario que la nefanda tuna universitaria de antaño y sus clavelitos, y carrascal, carrascal que me estás dando la lata o palmero sube a la palma. Un
día de 1984 estaba comiendo en Ca Sento y apareció una tuna. Me levanté, como siempre, y me fui a mear. Después publiqué este acto de protesta, que fue muy celebrado por la Asociación de Agraviados por la Tuna, de la cual era vicepresidente, y por numerosos lectores inteligentes.