Gastronomía Equívoca del Quijote

 José Rosell Villasevil

Se ha pretendido de manera continuada, seguramente por personas de buena voluntad, ver en la crónica cervantina de la realidad manchega del S. XVII, cualidades inexistentes cuya verdadera cara conoció, padeció y quizá lloró el propio Cervantes, y que como cronista excepcional de su época, así como filósofo y sociólogo futurista, nos describe y pinta con el bello realismo, descarnado a veces, de lo que es paradigma su obra inmortal.
En la Mancha del Quijote no hay gastronomía tal como ahora se entiende o se pretende, hay hambre, hay penuria, hay falta de materia prima comestible. Recordemos sin más la austera dieta del hidalgo acomodado, don Alonso Quijada, quien muestra un buen, aunque modesto pasar, en la milagrera administración del Ama con «Una olla (diaria) de algo más vaca que carnero (porque la carne de vacuno era más económica), salpicón las más noches (el sobrante de la carne del mediodía en ensalada), duelos y quebrantos los sábados (despojos de las aves y casquería de las reses, todo cocido y sancochado), lentejas los viernes y algún palomino de añadidura (en la olla cotidiana) los domingos». Todo ello, no obstante, se llevaba las tres cuartas partes de la hacienda del modesto hidalgo.
La planificación alimenticia del que pronto iba ha ser don Quijote, es francamente equilibrada, si se pone a prueba con los «menús» de la «hotelería» (ventas y posadas) y «hostelería» (figones, mesones y ventorros) de la época, por no hablar de los malos arreglos que soportaba la ciudadanía de a pie, compuesta en su mayor parte de labriegos, ganapanes, arrieros, pícaros, truhanes y mendicantes.
Las malas cosechas traían como consecuencia la hambruna y tras de ésta, como fiel aliada, la peste. Ésa es la triste realidad en la Mancha del Quijote.
En la horrorosa venta donde nuestro héroe es armado caballero -«Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén de lecho (porque en esta venta no hay ninguno)», advierte el socarrón ventero- y donde se le ofrece como único plato, «pues a dicha acertó ser aquel día viernes», unas raciones de «bacallao, truchuela o abadejo, mal cocido y peor desalado, y un pan más negro y mugriento que sus armas».
¿Acaso no es esta la brutal parodia de los pueblos manchegos, prácticamente desabastecidos, con la difícil llegada de pescado fresco, sobre todo en verano, como a la sazón era, y con la obligada contingencia de tener que cumplir con la abstinencia de los viernes y con la semiabstinencia de los sábados? Muchos años después, sería la providencial patata liberadora de muchas de éstas bíblicas hambrunas.
En tiempos de don Quijote, solía ejercer de santa Rita milagrosa el llamado «Chocolate de la Mancha» o «Merced de Dios» (tocino frito en su propia grasa revuelto con huevos), del que Teresa Panza manda a Sanchica «cortar adunia» (cuantiosamente) para obsequiar, debida y gastronómicamente, al paje de los señores Duques que les visita.
El queso «ovejuno» (hoy emblema glorioso de La Mancha) o el de cabra, áspero como carrasco y «más duro que hecho de argamasa»; el «tasajo como puño» de la cena de los cabreros que tan rústica y generosamente convidan a don Quijote y a Sancho, son algunas de las exquisiteces del arte culinario que nos vamos encontrando al paso de las realistas páginas del magnífico libro.
En la venta de Juan Palomeque el Zurdo, agobiados los venteros por los numerosos huéspedes de calidad que en un momento dado se le juntan, en torno a don Quijote, merced a la privilegiada situación geográfica del grosero negocio, el feraz y pastoril Valle de Alcudia, se solucionarían los yantares extraordinarios a base de cordero, fatalmente guisado, con seguridad, por la más que sucia Maritornes.
Y cuando se les ofrece a nuestra singular pareja la especial circunstancia de un lugar apacible, casi conventual, como es la casa solariega del Caballero del Verde Gabán, es tan insólitamente bueno el yantar servido, que Cervantes se limita definirlo con solo tres palabras: «limpio, abundante y sabroso».
Lo de las Bodas de Camacho, parodia inequívoca del derroche de la Corte y el de sus adláteres de la nobleza, no es gastronomía precisamente, es un canto siniestro a las carencias del pueblo, representado en los rimeros de panes y de quesos, así como en las perolas inmensas donde se cuecen enteros los pavos, gansos, gallinas y otras grandes aves, donde hay terneros rellenos de cochinillos, asándose espetados, donde hay incontables zaques de generosos vinos, donde se fríen dulces de masa en calderas de aceite, «tan grandes como las de un tinte» y se orean colgadas infinita variedad de avecillas. Es la denuncia legítima de esa manifestación de la fuerza económica contra la pobreza lacerante en el más grande y poderoso, por entonces, de los imperios de la tierra. Es el humilde, pero ingenioso Basilio el Pobre, quien se ve impedido de mantener su relación amorosa con la bellísima Quiteria. Es la soberbia exhibicionista de los poderosos, pisando la dignidad humana de los súbditos indefensos.
Que nadie invoque los textos del Viejo Testamento como paradigma de los derechos humanos, ni eche mano del Quijote para exaltar la antigua Mancha como hija caprichosa de gollerías y madre generosa de sabrosos manjares. Ni siquiera el vino del Quijote, ese a quien Sancho califica de “hi de p.” para sublimarlo, es comparable con el que ahora se desecha para fines industriales, no de boca, merced la floreciente vitivinicultura castellano–manchega. Sancho pregunta si el vino que le ofrece Tomé Cecial es ciudadrealeño, luego de de haber alzado la bota al aire y mirado a las estrellas largo rato, ¿qué epíteto hubiese lanzado de haber bebido un delicioso Valdepeñas actual, por ejemplo, o degustado otro, fabuloso de la D. O. La Mancha, por no ir más lejos?
En medio siglo, nuestra querida Comunidad ha avanzado en el terreno de la enología más que en el resto de toda su existencia vinatera, extensible al mundo gastronómico, agroalimentario y hostelero que, como hubiese dicho nuestro genial alcalaíno, «no la conocería ni la madre que la parió». ¿Tiene algo que ver con la dura altiplanicie que los árabes identificaran, cariñosamente, como la «tierra seca», en recuerdo de sus ásperos y desérticos terruños?
Los restaurantes de carretera, bien dotados, sustituyen ahora a aquellas horribles ventas que obligaran decir a santa Teresa viajera aquello de que «la vida es una mala noche en una mala posada».
Cada pueblecito manchego hoy, por muy pequeño que sea, nos va a sorprender con un lugar cómodo y acogedor donde nos servirán unas apetitosas viandas. ¿Nombres?, sería interminable un relato de tanta grandeza, mas para muestra valgan algunos ilustres botones, sin detrimento de los que se omiten por obvias razones de espacio.
Situémonos en el corazón de La Mancha cervantina, Alcázar de San Juan, con los fabulosos restaurantes «Las Tinajas» y «La Mancha»; con «La Cueva de la Martina» en la Villa de los auténticos molinos del Quijote, Campo de Criptana; «Dulcinea» (nombre mítico evocador) y «El Rincón de la Mancha», en El Toboso; «El Quintanar», en nuestro querido pueblo de Andresillo y de los Perros de don Quijote, Quintanar de la Orden, o, en plena encrucijada cervantina, Villacañas, con uno de los referentes gastronómicos más extraordinarios de toda la región: El Restaurante «Casa Montes».
Estamos en plenas condiciones de ofrecer lo mejor de la gastronomía a nuestras gentes y a nuestros visitantes, porque hemos aprendido, leyendo El Quijote con sereno talante y rigurosa objetividad, a hacer lo contrario de lo que vemos en las imágenes superrealistas que Cervantes nos desvela respecto a la Mancha de su tiempo. Hay que ir dando pasos seguros adelante hacia el progreso, sin olvidarnos nunca de nuestro eterno y glorioso pasado, «con sus tachas buenas o malas», que diría Cervantes. Quien no lee con atención el Quijote, puede cometer el error de volver a ese tiempo sombrío que con tanta precisión satiriza el Príncipe de los Ingenios.
Y para quienes desconozcan la realidad gastronómica actual de Castilla -La Mancha, con una buena edición del Quijote en la mochila, desde luego, que comiencen su andadura por las capitales de sus cinco provincias, visitando en Toledo a «Adolfo», en Cuenca «El Figón de Pedro», en Ciudad Real «Santa Cecilia», en Albacete «Casa Mario», en Guadalajara «Amparo Roca», entre otras numerosas y estupendas opciones.
Feliz viaje y buen provecho, viajero, y no olvides nunca la opinión al respecto de la mujer de Sancho: «La mejor salsa del mundo es el hambre, y como ésta no falta a los pobres, siempre comen con gusto». Palmaria verdad de su tiempo manchego.