Permítanme la irreverencia, quizás osadía, de hablar del servicio, de las atenciones, de la SALA, de un restaurante vanguardia total como es Aponiente, y no hacerlo de su patrón, Ángel león, Dios de...
La inagotable saga de los paradigmas que expone el Sr. del Moral puede no acabar nunca si continúa con los anexos. Si al menos sirviese para esclarecer algo, bienvenida sea. Pero me temo que su retorcido discurso nos aleje de sus, posiblemente, buenas intenciones didácticas.
La gastronomía es una institución defectuosa, arbitraria, preñada de disfunciones, que para hacerla más disparatada sólo hay que dar crédito a tanto ideólogo desmedido que por ella deambula. Más que un de ejercicio de adulación autocentrada, es probable que el universo gastronómico requiera de una profunda reflexión y una posterior redefinición alejada de una cargante y relamida egolatría de la que adolece, así como del influjo mercantil del que se encuentra poseído.
El uso indistinto de los términos “cocina” y “gastronomía” para designar una misma cosa, como ocurre en la disertación del Sr. del Moral es, a estas alturas de siglo, caldo de cultivo para generar confusión. No solo porque lo “gastronómico” (como particularismo) a devenido un epifenómeno, sino porque este término se expresa principalmente en “valores de cambio”, mientras que el de “cocina” (universo culinario en tanto que lugar de convergencia de un conjunto de signos de orden espacial, temporal y social) lo hace en “valores de uso”. Todo lo demás es puro artificio justificativo de muchos de los despropósitos que hoy abundan en discurso donde lo esencial son las apariencias, pues de eso se vive hoy. El recurso emborronado a la teoría de los paradigmas no es más que la pretensión de encontrar una salida seudocientífica al caos de la actual reflexión gastronómica (porque pretencioso es el querer transformar valores simbólicos y culturales en unidades perfectamente compartiment!
adas y científicamente mensurables, geométricas, que diría Diderot), a la vez que sirve como argumento justificativo de la transformación del alimento como producto cultural, social y convivencial, en producto técnico y de consumo alienante. Hoy día es moda que hasta el mínimo gesto de nuestra vida cotidiana necesite, al parecer, de una explicación científica extraída de la disciplina que mejor se acomode al propósito de cada cual. Pero, por si ello no fuera suficiente, entonces se amalgama racionalidad científica y abstracción artística, salpimentado todo con viejas novedades. Así no quedarán cabos sueltos o preguntas sin respuestas. Así la ingeniería especulativa dará salida a falsas ecuaciones.
En su espíritu mitómano el Sr. del Moral hace de la ciencia un sistema de valores al que todo se supedita, y en esa misma clave, las referencias a la genialidad de “algún cocinero” siempre las hace en tono hagiográfico. La divinización y la confusión entre ciencia e innovación, entre talento e imaginación, no tienen más fin que el de servir a un discurso ideológico, lacayo de los intereses de la industria alimentaria, ofertando al comensal, intimidado por una retórica huera, una nueva eucaristía, una nueva cosmología. De ahí que el culto por la hazaña técnica, su inclinación por una percepción más atlética que científica, más existencial que social, del fenómeno culinario, esté por encima de cualquier otra consideración. El producto comestible se transforma así en gadget, en objeto fetiche estrella de la gastroespeculación. La gastronomía abandona la cepa por el laboratorio, creándose así una gastronomía hidropónica. El comensal social, pensante y biológico, muta en consumid!
or hedonista y corre tras el vanguardismo vulgarizado y la revolución banalizada, cual sujeto pavloviano. El alimento deja de servir al hombre y éste se embeleza con la ilusión del trampantojo, del falso risotto, de la menestra sin caldo, de la carbonara que nunca lo fue, de los percebes que nunca existieron. La “creatividad sin límites” es el salvoconducto para el alegre uso de transgénicos, el desarraigo y el olvido interesado de que el hombre, nos guste o no, tiene límites en la incorporación de alimentos, no solo desde un punto de vista biológico sino también cultural. La descomposición del producto alimenticio (sofisticadamente conocida por “deconstrucción”, tras un arrebato darriniano y su posterior reconsideración antidarriniana), es la edulcorada presentación de un objeto comestibles que ha quedado escuálido en densidad nutricional, en aras del divertimento, la magia y la especulación narcisista. Por ello resulta sorprendente, que en el marco de tanta laxitud gastro-!
ambiental consentida, por apologetizada, se efectúe un llamamiento al todo o nada en la aceptación de los nuevos paradigmas que se proponen: “la adhesión inquebrantable o el más duro rechazo”, en un universo donde lo absoluto no tiene no tiene cabida.
En fin, nada nuevo entre los alegatos del Sr. del Moral. Siempre camuflando su afición por la entropía culinaria por no haber nunca leído a Alain Chapel, primando los convencionalismos etnocéntricos, obsesionado por convertir lo particular en universal y promoviendo el homo estheticus como la figura antropológica idónea de nuestro tiempo.