Es el restaurante con la clientela más rica del mundo. Sólo hay que echar un vistazo al aparcamiento: Ferraris, Rolls Royce...parece que se va a celebrar el Gran Premio Mundial del Lujo. 500.000 botellas con 6.100 referencias esperan a los campeones. Y son muchos: unas 100.000 solamente de champán se descorchan cada año entre el Hotel de Paris y el Hermitage que comparten el mayor tesoro vinícola de la hostelería. En Monte Carlo el que no es príncipe es rey, o algo más. Si no quienes son los llamados a comer con cubiertos bañados en oro y en un salón rebosante de pan de oro. Y con una corte de camareros dispuestos con levita diseñada para la ocasión. Para tan fantástica realidad, que tiene infinitamente más de realidad que de fantasía, Alain Ducasse y la Société des Bains de Mer han construido el Palacio con el que todo Príncipe de la Vida sueña.
De Alain Ducasse hay que decir algunos entre los muchos elogios a los que se ha hecho merecedor. Su preclara inteligencia le ha llevado a montar la más famosa y prestigiosa multinacional de alta cocina que existe. Dirige decenas de establecimientos entre los que es obligado citar los más reputados: Alain Ducasse au Plaza Athénée y Le Louis XV, ambos con tres estrellas en la guía Michelín. La verdad es que tanto el de París como el de Mónaco han sabido superar con creces las previsiones de la guía roja: perfectamente les podría otorgar cinco para ser coherente con su filosofía editorial. Se las merecen. Nunca la Michelín previo que se podría llegar tan lejos.
Resulta evidente que para montar este imperio de restaurantes se requiere una mente privilegiada, excepcional, que pasa, en primer lugar, por saber lo que gusta y desean los multimillonarios del mundo. Eso lo conoce mejor que nadie Ducasse; a los hechos nos remitimos. Y luego por saber organizar un entramado de profesionales que responda plenamente a las expectativas y a tantas y tantas y tantas exigencias como hay que satisfacer en el día a día. Nadie ha tenido ni por asombro su capacidad para crear y dirigir equipos. Ha formado la escuela de hosteleria más importante del planeta; sin la que no podría haber hecho triunfar su imperio. Frío, cerebral, matemático...infalible.
Practica la cocina humana perfecta. Respetuosa y hasta reverencial con el patrimonio cultural heredado, sea universal o local. Con una fuerte tendencia a inspirarse en las recetas populares. Recrea platos de gran raigambre esbeltizandolos y refinándolos hasta lo indecible. En definitiva, sibaritiza, y de que manera, la herencia de Escoffier y sobre todo los condumios del terruño, con especial predilección por los mediterráneos. Es un evolucionista que no se cuestiona en ningún momento la memoria gustativa. Reforma y reforma y reforma sutilizando hasta el infinito. Y reforma solidificando su obra sobre la más excelsa materia prima del planeta. No regatea un céntimo para conseguir las más oceánicas ostras, el más selecto tartufo, los más exquisitos pichones...manjares que son tratados con una precisión supina, cuasi insuperable. La técnica al servicio del producto y unos complementos rebosantes de erudición, sean guarniciones o salsas, verdaderamente elegantes y armónicos. Uno no puede por menos que exclamar una y mil veces ¡Qué primor! ¡Chapeau Monsieur Ducasse!
Frank Cerruti interpreta arcangélicamente a diario la partitura del mayor artista culinario neoclásico actual. Dos aperitivos que roban el corazón reflejando la pasión que el patrón siente por el paisaje y las costumbres: raviolis rellenos de hierbas con lima confitada y unas exuberantes “crudités” con salsa de hierbas (albahaca principalmente) y parmesano. Metidos en platos, sublime, augusta naturalidad vegetal: exquisito caldo de lechuga y berros en el que nadan diversos caprichos: raviolis verdes, noquis de ricotta y pequeñas hortalizas. Portentosos los calamares, enanos, de un bocado, exultantes de frescor, que se presentan salteados en compañía de idílicos contrastes: alcachofas, limón de Mentón confitado, olivas negras sin hueso y alcaparras, más unas pinceladas de salsa negra. Suculentísimo homenaje al bacalao, que se ofrece en inmaculadas y jugosísimas láminas, así como en gelatinosas tripas con suculento realce: salchicha, pimientos rojos, lechuga...gulesco. Fastuoso por calidad intrínseca y virtuosismo, tambien por trabajo, el cordero de los Pirineos – costillas, espalda, lomo, mollejas, riñón y asadurilla –, realzado sapidamente con polvo de pimiento de Espelette, que se dispone en medio de un huerto en el que sobresalen habas y cebolletas verdes a la ajedrea; inmenso. En igual tono el nobilísimo conejo, en diversas partes, con salsa de vino tinto, radicchio trevisano a la plancha y panisses. Y en consonancia con la mejor técnica repostera del planeta los postres, las mignardises y los chocolates. Así es, si así os parece, un
festín en el palacio Louis XV.