En el apacible y angosto Barrio del Carmen valenciano nada auguraba lo que desde hace meses viene sucediendo. En una de sus estrechas calles, casi en una esquina olvidada, una casa señorial destartalada va a convertirse en lujoso hotel. Mientras tanto, en uno de sus laterales, una robusta y moderna puerta negra anuncia que allí existe ya un restaurante: Arrop. Pocas veces un restaurante es más famoso que su hotel. Y aquí sucede. Ricard Camarena ha dejado su vida en Gandía para trasladarla en bloque al patio de este palacete. Y lo ha hecho a lo grande, controlando y eligiendo cada pequeño detalle. Y no sólo la suerte parece haberle sonreído, sino que la historia se ha aliado con él: un gran fragmento de la muralla árabe de la ciudad ha emergido de entre los escombros y ha dado al restaurante un mayor protagonismo aún. Como si fuera un presagio, esa antigua fortaleza, integrada con mucho acierto en el vistoso diseño de la sala, marca perfectamente el objetivo de la cocina de Arrop: rescatar lo antiguo y embellecerlo con un toque de discreta modernidad. Porque la cocina de Camarena sólo busca una cosa: ser fiel a si misma y a lo que el paladar de Ricard aprendió. Por eso, más que nunca, es una cocina limpia y sencilla que se construye fundamentalmente sobre las verduras y el mar, puntales básicos del espíritu mediterráneo y que refleja claramente sus sólidas influencias: la de sus raíces y la de sus maestros.
El menú degustación de Arrop sugiere varias conclusiones. La primera, la seriedad. Y es que Ricard, al hacer desaparecer los aperitivos, apuesta duro desde el inicio. Y lo consigue con un capuchino de alcachofas, panceta y ajos tiernos, plato impactante que está llamado a ser uno de sus entrantes para recordar. Otra idea a destacar es su gusto por lo saludable, no porque el cocinero busque conscientemente platos con ese fin sino porque su cocina se apoya mucho en mezclas de hortalizas y productos verdes. En esta filosofía se encuadra su nueva ensalada primaveral de pasta empapada en emulsión de espárragos y erizos, plato de enorme recorrido que, sólo por su combinación, constituye ya un rotundo éxito, o su menestra templada de invierno, resuelta con inteligencia al dotar a cada hortaliza por separado de su propia personalidad, o, cómo no, los guisantes del Maresme con jugo yodado de moluscos, propuesta en la que el guisante irá marcando la grandeza del plato. Los productos marinos son uno de los mejores protagonistas de Arrop, tanto en sus versiones blandas y duras (moluscos y crustáceos) como en los propios pescados. En el primer apartado aparece una estupenda ostra acompañada de caldo de ave o unas tiras de calamar en un divertido engaño (con y sin sangre, con y sin cebolla).
Son los platos de pescado los que adoptan en la cocina de Camarena un significado especial. Sirven no sólo como clara referencia a la zona sino que, con ellos, se bucea en el recetario tradicional, empleando especies que trasmiten una rotunda idea al cliente: todos los pescados pueden ser nobles para la alta cocina (lenguado, pescadilla, anguila). De ahí que su pescadilla en salazón al jugo oloroso, con su cococha encima, sea un plato de factura excepcional que ya se perfila como un clásico del cocinero, o el lenguado a la meunière de aceite de oliva, ambos con un punto del pescado que roza la perfección. Y qué decir del guiso de anguila con sus pieles, en el que rescata el sabor de lo que, seguro, alguna vez se habrá cocinado en La Albufera. Pero si hay una indudable seña de identidad en la cocina de Ricard Camarena son sus fondos. Los fondos son la verdadera esencia de un cocinero y delatan sus horas vuelo. Y en Arrop casi todos sus platos tienen su fondo, a cual más preciso, a cual más sabroso: el jugo al oloroso, el jugo de pularda que acompaña a la ostra, el jugo yodado de los guisantes, la sopa de cordero con (poco) picante, o el concentrado de vaca gallega que liga a un arrebatador arroz meloso, combinación sin duda sorprendente. Sus años en Gandía dejaron claro que Ricard domina las piezas de carne y que busca los mejores proveedores. Así se podía ver en sus platos de cordero y de cabrito. Ahora también sabemos que se siente cómodo ante la caza con su actual liebre a la royal con pera escalibada y rúcola, toda una suerte de academicismo que resuelve con enorme dignidad. Con la misma dignidad que plantea sus postres, ya sea su tradicional café con leche quemada, matequilla y macadamia, donde muestra una versión cada vez actualizada y mejorada de su propio postre, o el descomunal bizcocho de chocolate(XL), piña y sésamo, tan apetecible que pide a gritos desmenuzarlo en el plato. Pero con la calabaza asada con yogurt y jengibre toca cotas altísimas, además de volver a nadar en el recetario tradicional. Por lo demás, desde su vajilla hasta su enorme bodega central acristalada con su carta de vinos constituyen, sin duda, complementos importantes para el éxito que le va a acompañar.
Puede que uno de los principales objetivos de la alta cocina actual sea que los menús empiecen a perder esa peligrosa uniformidad que hace que uno, si cierra los ojos, no sepa en qué ciudad está comiendo. Con Ricard Camarena, si uno los cierra, sabe perfectamente dónde está: sus alcachofas, guisantes, clóchinas, pescadillas, calamares, arroces o calabazas, hablan por sí solos de una cocina honradísima y personal, como el propio cocinero, y pegada a su tierra. Es por ello que la antigua muralla árabe valenciana no ha aparecido por casualidad en Arrop. Es seguramente la señal inequívoca de que algo muy serio ocurre allí.
Antonio Mateos