Indudablemente, uno de los aspectos más peliagudos que hoy puede encontrarse en la crítica gastronómica es el de la relación del cocinero, del productor, del bodeguero… con el informador. Es público y notorio que son muchas las ocasiones en las que el cronista trabaja para ellos, “vive” directamente de ellos. Sin profundizar en casos que podrían ser absolutamente escandalosos, pensemos, simplemente, en profesionales de la cocina o del producto gastronómico que contratan los servicios de agencias de comunicación. Pensemos, al mismo tiempo, en la vinculación de esas agencias con las personas que hablan de gastronomía en los medios de comunicación, o que dirigen guías gastronómicas, etc. Muchas veces son la misma persona, con lo que se puede concluir que, en esas ocasiones, el crítico es una asalariado del cocinero, del productor, del bodeguero… Por no hablar de situaciones tan grotescas como la de informadores ejerciendo de intermediarios en negocios entre todos esos sectores gastronómicos.
En definitiva, la Prensa gastronómica no vive de sus ventas, sino de los anunciantes y de los servicios paralelos que puede ofrecer, así que, bajo estos parámetros, es difícil pensar en una crítica veraz, independiente, en suma, creíble.
Por otra parte, pensemos en lo que cuesta, en términos meramente económicos, informar sobre gastronomía: desplazamientos, hoteles, restaurantes… ¿Cuántos Medios, o mejor, cuántos informadores se lo pueden permitir?
Al final, las calificaciones se ponen más en los despachos que en las mesas, no se visitan los restaurantes, hay una manifiesta manipulación de la información. Todo se convierte en una farsa, que, por mediática, tiene su cancha, pero que no deja de ser una auténtica farsa.
En este sentido, se puede romper una lanza a favor de publicaciones como la guía Michelín. Nadie será más crítico con ella que quien esto firma. Es verdad que es una publicación confeccionada por “recepcionistas de hotel de cinco estrellas”, con todo el respeto a los recepcionistas de hotel. Es verdad que ejerce el imperialismo cultural y económico francés. Es verdad que, desde un punto de vista gastronómico, muchos de sus inspectores son, cuanto menos, mediocres. Pero es también verdad que tiene un criterio –acertado o no, eso ya es otra cosa-, que es independiente y que se escribe después de visitar los establecimientos. Ahora bien, si es buena o es mala, deberá decidirlo cada cual.
El panorama de la crítica gastronómica, así las cosas, no parece muy halagüeño. El modelo del lujo, un lujo tan excesivo como en muchas ocasiones inalcanzable, parece que ha terminado por imponerse y, de esta forma, la gastronomía se ha alejado enormemente de la sociedad y ha arrastrado con ella a la crítica.
El modelo de “restaurante Michelín” o el “Relais & Chateaux”, hoy por hoy, es una ruina cada vez más minoritaria. Hace falta un cambio. Habrá que preguntarse, por ejemplo, si es más importante en un restaurante el lujo que lo rodea o lo que se come; realmente qué tal se come. En definitiva, hay que democratizar la gastronomía. Tal vez por este camino de la democratización se pueda reconducir el porvenir de la Alta Cocina y, por qué no, el de la “crítica gastronómica”…