¿Qué tiene que tener un cocido madrileño para ser proclamado el mejor de la capital del Reino? Evidentemente, una materia prima impecable y, aunque esto pueda parecer extraño en nuestros días, una fidelidad a los principios. Madrid, sin hacer para nada de menos a los cocidos de otras zonas españolas, es la capital del cocido, de un cocido que, de alguna manera, es la síntesis de todas las versiones existentes del que es, sin la menor duda, el plato nacional español.
El cocido que se sirve los miércoles en «Puerta 57», en pleno graderío del estadio Santiago Bernabéu, justifica la visita hasta de los más recalcitrantes forofos del Atleti; todo está en sentarse de espaldas al campo. Es, sencillamente, un gran cocido, sin añadidos exóticos, sin nada que pueda distraer la atención de lo principal. La ración es generosa, pero tampoco, como suele suceder, abrumadora, de las que quitan el hambre a fuerza de ver tanta comida y comprender, desde el principio, que no hay quien se coma todo eso. Principia, como debe ser, con una sopa sustanciosa, en la que están todos los sabores, ilustrada con fideos ni finos ni gordos. Por si apetecen, se ofrece con la sopa una fuente de garbanzos, de los pedrosillanos, pequeños, lechosos, tiernos, sabrosísimos. Una sopa capaz de levantar estómagos y corazones.
Luego... todo, en dos fuentes. Más de esos garbanzos, una pura delicia, en un punto ideal; al lado, patatas de Galicia, hermosísimas zanahorias, repollo que tras su preceptiva cocción ha sido salteado con un toque de pimentón que le da color y un apunte de ajo que le da gracia sin invadirlo. Y, con ello, un relleno de los de antes, sencillo y delicioso: sabe a la sopa, apenas insinúa un levísimo aire de ajo... Huevo, sí y un aire de perejil. Es una sopa de cocido solidificada, una maravilla. En cuanto a las carnes... morcillo de ternera, gallina de verdad, algo de lacón, un buen chorizo, una dignísima morcilla y ¡Oh maravilla! un tocino de los de antes y unos huesos de caña llenos de tuétano y nada mejor que dejar ambas glorias para el final, aplastarlas con un trozo de pan y brindar al sol recuperando esos sabores del tiempo de nuestros abuelos. Un cocido impresionante, sabrosísimo, bien hecho, bien medido. Un cocido que tiene lo que tiene que tener... y que no necesita literatura: hay que disfrutarlo.