Se ha ido febrero, y todavía no hemos saludado, ni por escrito ni directamente, a la gran señora del invierno en el río, la fiel lamprea que, año tras año, siglo tras siglo, remonta el curso fluvial en el que nació para cerrar su ciclo vital con la ceremonia nupcial y su propia muerte.
Pocas veces está tan justificada la frase que Ray Bradbury hace pronunciar a uno de los personajes de "Farenheit 451" ante el atribulado Montag: "No juzgue un libro por su portada". La lamprea, en efecto, ha sido y es merecedora de los más entusiastas y devotos elogios y alabanzas, salvo en el plano estético. Aquí sí que tenemos que decir que se la puede llamar de todo menos bonita.
Es, por su forma, una serpiente de mar. Peces serpentiformes hay unos cuantos, pero son sobre todo cuatro los que concitan, y desde siempre, el apetito de los gastrónomos: la anguila, desde su más tierna infancia, o sea, en fase de angula; el congrio, tan delicioso y blanco como espinoso; la morena, de temible boca y delicada carne, y la señora lamprea, a la que muchos niegan hasta su condición de pez y la sitúan como un antecedente directo de los vertebrados.
Las lampreas suben, en invierno, los ríos gallegos, especialmente el Miño, el Ulla o el Umia; antes había más cauces, en toda Europa, pero los humanos se lo hemos ido poniendo difícil, les hemos puesto muchos obstáculos, y ya el río no es lo que era: menos lamprea, poquísima anguila y los clásicos como la trucha y el salmón nacidos y criados en cautividad; de los sábalos, ni noticias nos quedan.
Hay más peces, sí, pero son más apreciados, en general, por los deportistas que por los gourmets: ¿cómo puede alguien comerse un siluro...?.
La lamprea, en cambio, ha debido de comerse de muchas maneras, aunque su receta más practicada, la que llamamos "a la bordelesa", es muy antigua. Es receta que se ha narrado muchas veces, que precisa que se guarde bien la sangre del propio animal, básica para una salsa que, a fuer de bordelesa, irá impregnada en el profundo aroma de un gran tinto, como grande debe ser siempre el que la acompañe en las copas.
Una lamprea a la bordelesa es causa suficiente y necesaria para descorchar la joya de nuestra bodega, como lo serían una buena liebre en civet o a la royale o unas becadas sobre la tosta con sus interioridades: con estas cosas no se puede escatimar el vino.
Platos dignos no ya de reyes, sino de dioses, hay que rendirles honores extraordinarios.
Cunqueiro, partidario acérrimo de la lamprea, que adoraba en su receta clásica, pero que veneraba convertida en alma y cuerpo de empanada, timbal o pastelón, decía que una lamprea a la bordelesa requiere cuatro ciudadanos que sepan comer en silencio, con toda su atención puesta en el manjar. Y tenía razón: no hay que distraerse en trances como estos.
Hay ritos, claro, en torno a la lamprea. Hay quien hace citas monográficas, empezando su comida con un plato de lamprea curada y rellena de jamón y huevo cocido, plato de sabor poderoso que suele llevar, al menos a orillas del Miño, en Arbo o As Neves, una guarnición de ensaladilla rusa; luego, si por casualidad la hubiere, la empanada, aunque ésta es más del Ulla, por Padrón, o del Umia, por Caldas de Reis; finalmente, el plato tradicional. Y mucha calma.
Hay, sí, una combinación magistral, un auténtico lujo: la que pone sobre los manteles a dos joyas del Miño. Primero, una cazuelita de angulas, en la receta que llamamos "a la bilbaína"; en este menú van mejor así que en ensalada. Después, la lamprea, con su negra salsa, su flancito de arroz blanco y sus costrones de pan. No nos cansaremos de insistir: en las copas, un grande, cuanto más, mejor.
Yo buscaría entre los Margaux, los Pauillac, un majestuoso Haut Brion... Burdeos, como debe ser.
Este invierno, entre unas cosas y otras, no hemos rendido pleitesía a esta gran señora. Estamos a tiempo: marzo es un mes magnífico para sentirse un patricio romano, o un abad sajón de la Alta Edad Media, y rendir tenedores ante esta soberana.
Aún no se adivina el canto del cuco, y lejos están las notas de Vivaldi o Stravinsky que exaltarán la primavera y, con su explosión, el final de la temporada de la lamprea. Las jovencitas crecerán en el río; las adultas, lo bajarán... y las que lo hicieron algunos años antes volverán. No fallarán: llevan volviendo nada menos que cuatrocientos millones de años, y no van a cambiar ahora de comportamiento.