"Una gran pérdida para Madrid": ese ha sido el comentario más repetido estos días, al hacerse evidente que el veterano restaurante Jockey no volverá a abrir sus puertas. Ciertamente, esa casa fue un timbre de gloria para la hostelería madrileña; pero hace tiempo que había dejado de serlo.
Ya sé que la expresión, tomada por todo el mundo de Gabriel García Márquez, se repite también hasta la saciedad, pero... sí, era un cierre anunciado. No ha sido de golpe. Ha ido viniendo poco a poco, y se veía venir. Una lástima, sí; pero la lástima no es el hecho puntual del cierre, sino cómo uno de los grandes restaurantes de Europa (no exagero) fue decayendo hasta llegar a lo que era en los últimos tiempos: una pálida sombra de lo que fue.
Que fue mucho. Fue el primer intento español de abrir un restaurante de alto nivel (Horcher, abierto meses antes, fue obra de un alemán, Otto Horcher) en el que a una cocina de alto nivel se uniera una sala perfecta, un ambiente elegante, un público distinguido... Clodoaldo Cortés, que lo fundó en 1945, sabía lo que quería. Y Jockey, durante más de tres décadas, fue la cumbre gastronómica española. Quizá debería decir "sociogastronómica".
Porque Jockey era un hecho gastronómico, pero también, y cómo, un hecho social. Si eras "alguien"... tenías que ir a Jockey. No había ilustre visitante de Madrid, desde el Duque de Windsor o el Sha de Persia a Frank Sinatra, Orson Welles o Ava Gardner, que no acabase probando su cocina, viviendo su ambiente, conviviendo con gente muy conocida. Qué remedio: pocos restaurantes he conocido, de ese nivel, tan avaros en la distancia entre mesas. El llamado "tranvía", en la planta baja, era hasta agobiante. E incómodo.
No importaba. Se comía muy bien: Clemencio Fuentes fue uno de los tres o cuatro mejores cocineros españoles del siglo XX. El trato al cliente era exquisito. El marco imponía: eso sí que era "miedo escénico" para el novato, mucho antes de que a Valdano se le ocurriera la expresión. Y, encima, el espectáculo: aristócratas, políticos, banqueros, actores...
¿La cocina? Pues... francoespañola. La gran cocina, por entonces y, si me apuran mucho, aún hoy, tiene acento francés. En Jockey se aplicó ese acento a la tradición española, con el guiño castizo a unos callos fantásticos, uno de sus platos estrella. Otro, la patata San Clemencio, rellena de tuétano y foie-gras. El gran Néstor Luján, una ocasión en la que coincidimos saliendo del restaurante, me explicó: "mientras sigan haciendo la patata San Clemencio, seguiré viniendo..." Ya no la hacían: un síntoma.
Muchos colegas están explicando el cierre de Jockey desde el punto de vista sociológico. La crisis, dicen. Sí, vale. Digamos que ha sido la puntilla. Pero si lo analizamos desde el punto de vista gastronómico, ha sido una larga decadencia, una decadencia casi bizantina por prolongada e imparable.
Se nos ha dicho siempre que las especies que no evolucionan, que no se adaptan, están condenadas a extinguirse. No creo que los dinosaurios (¿por qué sólo ellos?) se extinguieran de repente, tras el "meteoritazo" del golfo de México, sino que no supieron cambiar con un mundo que sí lo hacía.
La gran cocina estilo Escoffier que se practicaba, a las mil maravillas, en Jockey, no supo adaptarse a los cambios que introdujo la triunfante "nouvelle cuisine" de finales de los 70. A partir de ahí, cambió también la sociedad. Encima, claro, la crisis. Demasiadas cosas. Y no es cuestión de bajar precios: eso, en restaurantes de alto nivel, es contraproducente.
Han cambiado los gustos y las tendencias. Ya no basta con la fidelidad, que fue la gran arma de Jockey: fidelidad de la casa (cocina y sala) al "estilo Cortés", y fidelidad de sus clientes a un ambiente, a un modo de entender el restaurante: muchos de sus últimos clientes eran hijos, hasta nietos, de los primeros. Sus padres "tenían mesa" en Jockey, y ahora la tenían ellos.
Se acabó. Se ha ido no un restaurante, sino una época de la que fue el último símbolo. Yo no era muy asiduo de Jockey, pero lamento su cierre, aunque lo entienda y no me haya sorprendido en absoluto. Espero que los supervivientes de aquellos dorados años (Horcher, Zalacain...) puedan salir adelante y mantener alto el pabellón de un estilo señorial en la restauración pública: a una gran ciudad la hacen falta grandes restaurantes. Casa de comidas, también: pero estas grandes casas son imprescindibles.
Clodoaldo Cortés, en 1945, hizo algo más que abrir un gran restaurante: le dio categoría a Madrid, como se la dio Otto Horcher, como después se la dio Jesús María Oyarbide... y como se la dieron, a principios del siglo XX, el Ritz y el Palace. Una gran capital es su historia, sí, y sus monumentos; pero también, y mucho, su hostelería. Nuestra gratitud a todos los que, desde Jockey, contribuyeron a que Madrid creciese. Después de todo, si un nuevo Galdós escribiese otros "Episodios" situados en el Madrid de la segunda mitad del siglo XX, Jockey saldría en muchos capítulos.