Thomas Keller, californiano de nacimiento, empezó a trabajar siendo un adolescente en el restaurante de su madre en Palm Beach. En 1983 se traslada a Francia, donde realiza stages como aprendiz en numerosos restaurantes, entre ellos Taillevent, Guy Savoy y Le Pré Catelan. En el 84 vuelve a Estados Unidos para trabajar en los establecimientos La Reserve y Raphael antes de abrir su propio restaurante Rakel en 1986. Cinco años después, en el 91, se traslada a Los Angeles donde ejerce como chef ejecutivo del Hotel Checkers. Finalmente, en 1994 adquiere The French Laundry, sito en Yountville, en pleno Napa Valley. Aquí cosecha un increíble éxito de crítica y público y recibe infinidad de premios y reconocimientos (muchos lo consideran el mejor cocinero de Estados Unidos y uno de los mejores del mundo). En el 98 abre, también en Yountville, el bistrot casual Bouchon (una fórmula que posteriormente reproduce en Las Vegas) y en 2004 abre en el Time Warner Building la sucursal neoyorquina de The French Laundry, a la que bautiza con el nombre de Per Se.
Entre los atractivos del Per Se destacan la gran sala diseñada por Adam Tihany con 15 mesas bien espaciadas y una vista impresionante sobre Central Park, un servicio casi perfecto supervisado por el infalible Paolo Novello y –por encima de todo- una propuesta culinaria que alcanza niveles notabilísimos. La palabra clave para entender la cocina de Thomas Keller es “finesse”: todo se cuida hasta el más mínimo detalle, con un perfeccionismo y un rigor impresionantes. Las cocinas, capitaneadas por Jonathan Benno, son las más amplias de Nueva York. Aquí, en perfecta sintonía con la filosofía kelleriana, una brigada de 18 profesionales súper entrenados propone tres menús (todos a 210 $) que cambian diariamente: el Per Se, de 7 platos, el Chef’s tasting, de 9 platos, y el Tasting of vegetables, de 9 platos. Las propuestas van desde los clásicos de Keller, como “Oysters and pearls” (compuesto por ostras de Creek Island, sabayón de perlas de tapioca y caviar sevruga), hasta las pinzas de cangrejo de piedra de Florida con allioli de yuzu, el tataki de buey de la Snake River Farm, los agnolotti de castañas y mascarpone con manzanas Granny Smith cocidas al vino blanco y trufa blanca de Alba, el increíble solomillo de buey australiano del Blackmore Ranch con puré de patatas Yukon Gold, trompetas de la muerte y salsa bordelesa (suplemento de 75 $). Y eso no es todo: sardina marinada con emulsión de chorizo y pimientos dulces; foie gras de Hudson Valley con mermelada de pera, lechuga rizada, chips de pera cristalizados, glasa de vinagre balsámico y brioche tostado; langosta de Nueva Escocia a la mantequilla dulce con puré de apio y emulsión de trufa negra; tarta de chocolate fundente y yuzu, helado de limón, sablé bretón con flor de sal, coco caramelizado y menta. Todas las propuestas son realmente excelentes y presentan una ejecución perfecta, sin el mínimo fallo.
Productos –en su mayoría nacionales- selectos, técnicas y cocciones de precisión milimétrica, sabores redondos y delicados, cocina actual, equilibradísima, sin ostentación y con sólidas raíces clásicas, sin margen de error posible, con gran elegancia… No sería aventurado afirmar que Keller representa hoy en EEUU lo que Joël Robuchon representó en Francia en los años 80. Un auténtico maestro neoclásico, un ejemplo para todos los chefs estadounidenses que persiguen la excelencia.