Gastro Victims
Salgo de un restaurante “de autor”: horrible. Sirva esa paráfrasis del gran Giovanni Papini como metáfora de una situación que está empezando a ser peligroso lugar común en nuestras geografías culinarias. ¿Cómo es posible?, me pregunto, aguantar dos horas de sobremesa escuchando a un joven y aguerrido chef hablar de físicas y químicas subyacentes sin una mínima mención al producto, a la artesanía, a la sensibilidad… Al gusto. Confieso que esa tortura sólo se puede soportar con un par de gin tonics. Terrible. En muchas ocasiones, ir a un restaurante creativo de nuevo cuño es como suscribirse a Scientific American. Pero, claro, cuando uno protesta por esas mezclas imposibles, por ese funambulismo de opereta bufa, por esas ecuaciones sin incógnita despejada, surge la inevitable certificación: “es que eso es lo que más gusta a la clientela”. ¡Arggg! Nos hemos topado con los “gastro victims”. Como sus colegas, los fashion victims, capaces de vestir apreturas insanas o tacones de equilibrista sólo por la estética , esos “clientes” (que deben ser legión para mantener esos dislates en las cartas), esos “gastro victims” alaban el abismo, adulan el despropósito y loan el disparate. Y, claro, los demás pagan el pato. Destrucción sistemática del producto (no, no hablo del deconstruccionismo), liaisons infames, cocciones absurdamente colisionantes con las texturas… Impostura.
Todo ese conjunto de improbabilidades, más una formación que prima la foto sobre la esencia, más una ambición por figurar, más un intento ímprobo de agradar a las élites, está creciendo una generación de cheminovas de medio pelo que, a la vez y por desgracia, son iletrados en sensorialidad. Todo muy bonito. Colores, presentaciones, “técnicas”. Pero mentira en el paladar. ¡Y si sólo fuese mentira! Desafortunadamente para ellos, la gastronomía es una experiencia directa de los sentidos. Se intelectualiza a partir de la experiencia biológica. Y demasiado a menudo nos convertimos, en sus manos, en sujetos de mazmorras sadomasoquistas. Bondage, canning, spanking… Esos contrastes malévolos son equiparables a un buen azote en el culo. Bien, a los gastro victims parece que les encanta. Cuanto más bizarro, más moderno, más distintivo, más bueno. Claro, sin la visión global que permite desenmascarar malas copias o desleídos daguerretipos de originales que sí cuentan.
Aunque todo eso pueda parecer la coña de un “clochard de salon”, vale decir que estamos hablando del nuevo tejido de los sueños que debería consolidar nuestra existencia como potencia gastronómica planetaria. ¡Claro que tenemos a algunos de los mejores chefs del mundo! Pero, ¿y el recambio? Piercings en los pezones.
Me temo que Ferran Adrià sólo hay uno. Y grandes, en España, pues bueno, ya los conocemos.
Y hay cocineros jóvenes tan serios como una anchoa de Santoña. Sí.
En cuanto a lo otro, a los falsos gurús que sólo lo son para esos intrascendentes “gastro victims” que los entronizan, bueno, siempre nos quedará el Almax.
“¡Qué monstruos he creado!”, me decía Ferran el otro día, después de contarle alguna de mis aventuras “gonzo”.
Pues eso.