Futuro

De que los tiempos van cambiando, no hay duda. Así ha sido desde el principio y así será, supongo, hasta el final. Desde luego, el mundo de la restauración no es ajeno a ello; o, mejor dicho, no debería serlo. No puede serlo.
El caso es que parece que vivimos un momento en el que, quien más quien menos, debería plantearse por dónde “van a ir los tiros” a corto, medio y largo plazo.
Naturalmente, un servidor no es quién para decir a nadie lo que debe hacer. Ahora bien, con permiso, sí voy a plantear algunas cuestiones –seguro que la mayor parte evidentes- que pueden servir para, al menos, pensar un rato en el asunto.
Si nos preguntamos por el tipo de personas que, hoy por hoy, comen fuera de casa, podríamos agruparlas en varios tipos, con diferentes necesidades y apetencias.
Por una parte nos encontramos con el que, probablemente, es el más numeroso. Aquél que está formado por la gente que, fundamentalmente por motivos laborales, necesita comer cerca del lugar de trabajo y demanda un tipo de comida casero que, sin aspavientos, ofrece una cocina sencilla, la de toda la vida, variada, sana y guisada con mimo, a un precio más que ajustado.
En el País Vasco, por ejemplo, encontramos decenas de establecimientos que dan de comer estupendamente, dentro de estos parámetros y que cobran alrededor de diez euros, euro arriba euro abajo.
Ciertamente, estos son restaurantes que no tienen mayor valor gastronómico, pero, sin embargo, sí un presente y un futuro alentadores.
Por otra parte, en el otro extremo, está el grupo, con toda seguridad, más minoritario. El formado por aquéllos a quienes les gusta, pueden y no tienen inconveniente en disfrutar de grandes experiencias gastronómicas a ciento cincuenta euros, por poner un ejemplo. El problema es que este grupo está formado por más bien poca gente y, como es natural, gente que sabe separar el polvo de la paja; con lo que se puede concluir que sí hay futuro para los grandes restaurantes de alta cocina de autor, aunque, eso sí, sólo para los mejores, o para los que logren conectar mejor con la gente.
¿Qué se puede hacer, pues, con todos esos cocineros, sobre todo jóvenes, algunos muy cualificados, que no van a poder salir adelante en ninguno de los dos formatos anteriores, bien porque en el primero desperdiciarían su talento, bien porque en el segundo sería fácil que se arruinaran casi antes de empezar?
Comamos en el restaurante Mina de Bilbao (no es el único en su línea aunque sí un extraordinario ejemplo) y encontraremos la respuesta. Desde el punto de vista culinario ofrece el más alto nivel; tanto conceptual, como técnicamente. En cuanto a la calidad de los productos que emplea y a su presentación, no se puede pedir más. La bodega está perfectamente surtida. Y si seguimos, encontraremos que en el aspecto meramente gastronómico cumple con todos los requisitos para ser importante, muy importante.
Ahora bien, aquí ha desaparecido todo síntoma de boato, de lujo, en definitiva, de todo aquello que añade precio a la manduca pero que no es absolutamente imprescindible para darse un enorme homenaje. El servicio de sala, el mínimo. La carta, sólo dos menús, impecable pero sin riesgo de que se acumule tanto producto que acabe en la basura, con el coste que ello supone. Y así, sucesivamente, hasta que todo quede absolutamente ajustado, incluida, por descontado, la factura.
Una propuesta, por lo tanto, inteligente y pragmática al mismo tiempo, que seguro que irá prodigándose. Y lo hará, entre otras razones, porque este estilo de restaurante, claro, surge para alegrar a un grupo humano muy numeroso; el formado por todos aquellos a los que les gusta comer bien y son capaces de prescindir de otras cosas.