El triste sino del pollo
Después de las vacas locas, la gripe aviaria, no aviar, como se dice incorrectamente. Pobre pollo. Fue un manjar exclusivo en la España de los 50 / 60, mucho más que el marisco. Y terminó en esos asadores domingueros, ensartado y mareado de tanto dar vueltas.
Hasta entonces (años 70), el pollo tenía el tratamiento de usía en los más conspicuos recetarios. Así, el pollo salteado a la Marengo, en cocotte, a la lionesa, a la cazadora, Maryland o Arlesiana.
El pollo era una cosa importante. El hambriento Carpanta del TBO soñaba siempre con uno. Era grande. De corral, ya rustido. En las casas bien y en los restaurantes de cocina afrancesada, el pollo gozaba de una más que notable consideración culinaria.
En los pueblos de economía agrícola, la expresión “mataremos un pollo”, significaba que se aproximaba un día festivo. Jamás se decía “haremos una mariscada”. Ni, desde luego, “prepararemos un sushi, un sashimi y los regaremos con salsa de soja”. Eran otros tiempos.
El mero hecho de degollar un pollo requería fuerza física, ausencia de complejo de culpa, coraje y técnica. A menudo, el pollo, aparentemente exangüe y con el gaznate seccionado, revivía y comenzaba a aletear sobre la jofaina repleta de su propia sangre, salpicando las paredes de la cocina e incluso a la femme du chambre.
Era la venganza póstuma del pollo sin gripe, anginas o faringitis crónica. Al día siguiente había que llamar a un pintor de paredes para borrar las huellas del crimen.
Ahora, el pollo está en cuarentena. Es un pupas. Todos deseamos que no nos contagie su gripe. Y que se ponga bueno pronto, como las vacas locas.