El papel de las facturas
Antiguamente, las facturas se hacían a mano. Llegaba el camarero, escribía a toda prisa, y con precisión, lo consumido, arrancaba la hoja de papel y se la entregaba al cliente. Causaba admiración ver el talento aritmético de aquellos profesionales, sólo con estudios básicos. La ausencia de calculadoras y maquinitas de sumar, restar, multiplicar o dividir, tenía a las mentes en plena agilidad aritmética.
Se utilizaba un bolígrafo barato, generalmente BIC (nunca fallaba) y el precio de la ración de riñones al Jerez, paella, pata de cordero al horno, arroz negro, pijama (de postre) o vino blanco (Diamante) quedaba impreso, con carácter indeleble, hasta el Juicio Final.
Conservo facturas a partir de los años 50 del siglo XX, emitidas con esta técnica, y no se ha borrado ni una coma, fecha, ración o importe. Sólo en una (21 de agosto de 1961) no veo con claridad si comí carne mechada o ca…da. El precio permanece, sin embargo: 35 pesetas.
A medida que las nuevas tecnologías avanzaron, fueron desapareciendo las facturas a mano y bolígrafo (todavía sobreviven en unos pocos locales modestos) y surgieron los artilugios que todos conocemos, desde las cajas registradoras hasta lo más “in”, los ordenadores.
Vamos al meollo: ¿Por qué ahora, con tanto adelanto, en el papel donde se imprimen las facturas –en establecimientos muy diversos: doy fe- desaparece a las pocas semanas lo facturado al cliente?
La culpa será de la mala calidad del papel, pero por esto mismo hay que entregar facturas con uno que resista el paso del tiempo. Téngase en cuenta que miles de clientes las deben presentar en Hacienda porque les desgravan.
¿De quién depende que esto se solucione?