El Complejo Universo de las Servilletas
Hay servilletas que parecen pañuelos para sonarse la nariz, por lo pequeñas que son. Tanto que una vez salí del restaurante con la servilleta en el bolsillo del pantalón. Al día siguiente regresé para devolverla y coger mi pañuelo (me lo había dejado sin darme cuenta) pero ya estaba en la lavandería.
De pequeños ya nos ponen pechitos para que no nos manchemos con la papilla o los potitos. Mancharse es un descuido antisocial, y según la magnitud de la mancha y su composición, algo muy caro.
Hay muchas clases de servilletas, atendiendo a su color, la calidad de la tela o el tamaño. Las más eficaces son las grandes, esas que se pueden sujetar en el cuello y que cubren una extensa superficie de la fachada del cuerpo humano. Cuando son de hilo, vean la paradoja, da pena ensuciarlas.
Hay gente que estornuda en las servilletas porque no lleva pañuelo; cuando son de papel, sustituyen a los kleenex de celulosa en los casos de resfriados o de una cascada de estornudos de etiología alérgica.
Muchos restaurantes tienen lavadora propia para ahorrarse las facturas de las industriales.
Los profesionales descubrimos enseguida si las servilletas son nuevas, no muy viejas o si están notoriamente desgastadas. Yo las palpo suavemente con los dedos índice y pulgar, y sé si están para cambiar o si aún pueden soportar varios centenares de servicios.
Existe vergüenza a sujetarlas en el cuello, precaución muy beneficiosa para evitar incidentes, como éste que presencié. Un camarero le derramó el zumo de tomate a un cliente. Cayó en su pecho y la americana. El comensal se levantó fríamente, se la quitó, y le dijo al aterrorizado camarero: “Dígale al dueño que mañana quiero otra chaqueta igual que ésta”.