Comer Verduras
En estos tiempos en los que son legión los gastrocondríacos parece de lo más normal que se promocione y se aconseje el consumo de verduras; los vegetales, en general, han sido casi siempre el paradigma de la comida sana, por más que haya algunos como las espinacas, los espárragos y los tomates que, vaya por Dios, parecen ser muy poco recomendables para las personas que son propensas a que se les dispare el ácido úrico con las dolorosas consecuencias que implica un ataque de gota. Con todo y con eso, si pensamos en comer ‘sano’ pensamos, inevitablemente, en comer verduras... y no sólo, como en la publicidad de la tele, esa encarnación de la antigula que es un sandwich de lechuga prácticamente sin aliñar.
De verduras se habla estos días en Pamplona; la sede resulta de lo más lógico, pues si hay una cocina que ha hecho de la despensa verde su bandera es, precisamente, la cocina navarra. Se trata de estudiar las posibilidades culinario-gastronómicas de esa despensa, de analizar los últimos avances tecnológicos aplicados a la cocina de la verdura -esperemos que no se les vaya a aplicar en exceso lo que bien podríamos llamar ‘cocina-chuche’, es decir, aquella que se basa en emulgentes, gelificantes, emulsionantes y demás ‘-entes’ que llevan tanto tiempo presentes en productos industriales agazapados bajo muy misteriosas siglas y que ahora campan libremente por la cocina no industrial.
La cocina de las verduras ya ha librado, y ganado, alguna que otra batalla. La más importante, para mí, la referida a los puntos de cocción, francamente excesivos en la cocina ‘tradicional’ hasta el punto de desvirtuar los mayores atractivos de los productos vegetales, que vienen siendo su color, su sabor y -muy importante- su textura propia. Esa batalla se ganó hace años, y ya no se ven aquellas menestras de color sospechosamente uniforme, tirando al verde pardo, con un sabor indefinible en el que era difícil distinguir el propio de cada componente y con una textura que hacía que una alcachofa se convirtiese en puré al simple contacto con un tenedor. Ya no es así, por fortuna.
Hay quien habla ya de ‘revolución’. Nada que objetar, mientras sea una revolución más burguesa que otra cosa, como han sido las grandes revoluciones de la Historia, que siempre han sabido conservar lo digno de ser conservado, en lugar de hacer tabla rasa de todo lo existente por el simple motivo de que ya existía: hasta Bakunin quería salvar de la destrucción universal de los valores burgueses la Novena de Beethoven. Pero me temo yo que esta revolución, además de su parte alícuota en los fogones, debe empezar por la base. La gran gastronomía de las verduras empieza en la huerta, como los grandes vinos empiezan en el viñedo. Alguien señalaba estos días verduras ‘en peligro de extinción’, como las borrajas; me parece una licencia literaria, más que otra cosa, porque mientras haya quien cultive borrajas habrá borrajas: lo importante es que el cultivador de borrajas pueda vivir con toda dignidad de ello, y a esa ‘revolución’ es a la que nos referimos ahora.
Verduras... Terror de infantes, látigo de adolescentes convalecientes... y placer de adultos. Cuando yo era pequeño, las películas ‘verdes’ eran, sistemáticamente, para mayores; bueno, pues las delicias verdes parecen ser, también, para humanos con el paladar ya formado. A pocos niños les gustan las verduras, y no hay que preocuparse por ello: ya les gustarán cuando crezcan. Entonces aprenderán a ir valorando la enorme diversidad de la oferta verde, y aprenderán a comer partes subterráneas, como tubérculos y raíces; al fin y al cabo, las patatas, que sí que adoran los pequeños, no son más que una verdura. Comerán también tallos, como en el caso de los espárragos, los cardos o las borrajas y, por supuesto, no faltarán en su dieta las verduras por excelencia, es decir, las de hoja, desde las lechugas y demás integrantes de ensaladas -escarolas, endibias y otras achicorias, pero también verduras ‘silvestres’ como la acedera, los berros y su familia, la rúcula (oruga) y la ruqueta (jaramago) hasta cosas como espinacas, acelgas, coles... Frutos de vaina, como guisantes, habas o alubias; otro tipo de frutos más ‘clásicos’, como tomates, calabacines o pimientos y, por supuesto, flores de muy diversas características, tanto flores de calabacín como alcachofas, coliflor, brécol... Verduras de muy distintas procedencias y de una gama enorme de sabores, texturas y colores: qué fácil es componer un plato visualmente atractivo con materias primas vegetales.
De cómo tratarlas, de cómo sacarles el mejor partido, se habla en Pamplona estos días. No sé, pero, en cierta medida, bien podríamos catalogar el congreso pamplonés como una muy sabrosa reunión de ‘viejos verdes’, tomando la expresión, por supuesto, en su sentido más gastronómico: gentes que ya no somos niños y a quienes nos gustan las verduras, aún sin sentir para nada la necesidad de hacernos vegetarianos estrictos, que, como afirmaba Julio Camba, “tienen razón, pero poca”: renuncian a tantas cosas ricas... No. Nosotros comemos verduras, y las disfrutamos, por devoción, no por obligación, porque todo lo que se convierte en obligación, qué quieren que les diga, acaba por perder casi todo su atractivo, y las verduras tienen mucho.-