Cocina terminal
Desde que el gran Ferran Adrià se había retirado a una ignota isla paradisíaca, donde, cuentan ciertas leyendas no comprobadas, vivía como un eremita, a base de moluscos y cocos, no había surgido en el planeta ningún cocinero como P. Lógicamente, P. se formó en aquel mítico Bulli, que hoy, como todos sabemos, se ha convertido en un macroedificio de apartamentos, el más alto de la atestada Cala Montjoi. P. mostró desde el principio, además de una rara perfección técnica (acaso obsesión), una sorprendente capacidad prospectiva y sintética en todo lo referente a la gastronomía. Muchos, al principio, lo calificaron de loco peligroso. Para él, el producto era una rémora. Lo único decisivo eran las sensaciones. Todos recordamos, por ejemplo, sus polémicas grageas de paella valenciana. ¿Qué me decís de aquellas inyecciones intravenosas que colocaban en el cuerpo todo un menú degustación, con vinos, mientras el comensal veía, a través de gafas 3D, el desfile icónico de los platos originales? Aunque yo, particularmente, me quedo con sus revolucionarios, hoy ya clásicos, lo sé, mariscos mutantes… ¡Aquellas ostras-jamoneras! ¡Mmm!
Hay que reconocer que su progresión en los fogones fue fulgurante. Tanto, que, avanzando en sus tesis minimalistas, pronto los fogones desparecieron de su coquinaria. Fue cuando diseñó su segundo restaurante, todo un éxito del momento. El que ofrecía sólo aromas. Su disparatada búsqueda del algoritmo sensorial perfecto, aquel que permitiera con el menor coste biológico llegar a las más altas cotas de sensaciones, lo llevó a diseñar el odódromo. Aún se exhiben en el MOMA de Nueva York sus famosas cajas de metacrilato, que él llenaba de olores para satisfacer a los clientes más vanguardistas.
Con la invención de los sensores cerebrales externos, P. logró llegar a la cima. Así, aquellos centros que creó en diversos países donde el público sentía, por estimulación directa del córtex, la sensación gustativa de sus creaciones. Ese software es todavía críptico para la mayoría del sector, a pesar de la multitud de copias piratas que todavía hoy proliferan.
Tanta osadía, sin embargo, condujo a la catástrofe. En su arrebato creador, creyó que debía dar el paso definitivo: la ausencia total de materia, catalizadores o periféricos. Sólo la mente. Fue cuando se lanzó con sus, al principio, escandalosos “no restaurantes”. Establecimientos que imitaban los anacrónicos chill out y donde el cliente, cómodamente reclinado, recibía sólo una carta con el nombre de los platos propuestos. Como recordaréis algunos, al final ya sólo se servían platos vacíos. La idea era que el propio comensal crease sus sensaciones gustativas a partir de sus reflexiones. Si bien al principio fue la novedad y el eco mediático, pronto llegó el desengaño. Se empezó a hablar de fraude. Llegaron denuncias.
P., tras protagonizar pintorescas huelgas de hambre en defensa de sus tesis gastronómico-mentales, en poco tiempo, pasó al olvido.
Lo encontraron muerto el otro día. Rodeado, al parecer, de un montón de jamones Joselito furiosamente roídos y de una cantidad enorme de latas de fabada asturiana vacías. El parte médico era escueto y terrible: sobredosis alimentaria.