MENOS COLORES Y MÁS OLORES

03/12/2016 - Pablo Márquez

 Ya sabéis que soy de señalar poco, muy poco, quizás demasiado poco. Pero hay cosas que no dejan de sorprenderme. De repente, en pleno S. XXI, en los albores de la revolución gastronómica quizás más trascendental de nuestra Era, regodeando el momento más sofisticado, comunicado y socializado de la alimentación, de la cocina, las artes culinarias y el rock and roll ... Trocamos los sentidos sin sentido.

Siempre se ha comido de una u otra manera para llenar la panza. Los productos, cocciones, elaboraciones, han sido circunstanciales. Lo más es mejor, y si está bueno, ya es la ostia. Comer siempre fue y será una fiesta. Ciertas costumbres pantagruélicas, poco saludables físicamente de seguro, eternamente placenteras, llena almas con alma, van evolucionando sigilosamente hacia la búsqueda de lo apetecible sin renunciar a lo benéfico. Pero esta bacanal ancestral se ha ido metamorfoseando perdiendo sus esencias. De repente comemos por la vista antes que por el olfato. ¿Se nos va de la olla? La importancia radica en lo vemos por encima de lo que olemos.

A mí me flipa meter las narices en los platos. Sería capaz de hacer ahogadillas hasta ponerme de rodillas si esos aromas de hogar, espejo de una realidad, honestidad y respeto llegaran a mi mesa entonando el mea culpa por pecar. No digo que no ocurra. Pero hay una desviación absurda en proteger las apariencias y vestir la mona de seda sin tener en mayor consideración que la seda, que es un lujo al tacto, algo extraordinariamente admirable y venerable, deslumbrante quizás, no lo es todo, porque al final me como toda la mona y sino mola, no es tan mona. Perdón, doy más vueltas que la leche para explicarme. Lo que trato de decir es que cada vez dedicamos más tiempo a las presentaciones, a lo visual, “a la foto”, y vamos peligrosa y progresivamente dejando a un lado, cada vez menos comunicable, menos exportable, más difícilmente explicable, el ambiente que creas cuando cocinas, como huele lo que haces, como abres el apetito, embriagas las ganas y llenas el ánima con lo rico etéreo que emana. Los recuerdos son mucho más fáciles de evocar por nuestro olfato que seguramente observando determinadas obras artísticas efímeras que, a pesar de su belleza cegadora, no me pueden traer a la memoria apenas un ápice, porque habitualmente son distorsiones ópticas contemporáneas de algo que nunca he visto en esta disposición. Y reitero, no me parece mal ni muchísimo menos las infinitas estructuras ingeniosas que se presentan en la sala a son de ¡OOHHH! Yo soy el primero en vitorearlas; no pretendo ser crítico con la belleza, imaginación y sensibilidad. Pero tengo la impresión de que una cosa inconcebiblemente resta tiempo o importancia a la otra.

Otro tema sería si la mayoría de los clientes de los restaurantes o bares, tienen el conocimiento, llámenle cultura si quieren, para interpretar el cover de una canción o versiones de obras que jamás han visto ni conocido de su existencia.  

La gente cada vez menos se inclina hacia la mesa de canto y más observa el encanto. Es básica una acertada puesta en escena que ilustre la experiencia, ¡pero que huela por favor!

No se olviden que si un plato huele y sabe bien, todo me parece bonito.

 

P.D.

A todo esto, acabo de escribir este pequeño apunte y salgo a comer. Me siento en la mesa de un restaurante dirigido por un muy buen guisandero, y claro… ¡Puta Ley de Murphy! ¡Zasca en toda la napia! Si antes hablo…

Perdónenme ustedes. Seguro que no son tantos los que no son.