Permítanme la irreverencia, quizás osadía, de hablar del servicio, de las atenciones, de la SALA, de un restaurante vanguardia total como es Aponiente, y no hacerlo de su patrón, Ángel león, Dios de...
Para los que persiguen la excelsitud, la cocina del chipirón, en el Cantábrico, tiene su estacionalidad: el verano, cuando se pescan con anzuelo y en el día. Queramos a no, por mucha técnica que tenga el chef, por mucha audacia de que haga gala, los mejores chipirones son los de potera. Eso no tiene discusión…siempre que el consumidor sepa apreciar la categoría de la materia prima. Luego, viene la cocina, claro está. Y una teoría que tomamos como dogma de fe: “las cosas no solo tienen que saber a lo que son, sino tal cual son, además de preservan su textura propia”. El ideólogo fue ya hace unas décadas Joël Robuchon, personaje histórico, otrora número uno del mundo. En el caso de los calamares, la relación entre consistencia y sabor es directísima. A más blandos, menos gusto. A más guisados, a más tiernos, más insípidos.
La gloriosa fórmula de los calamares estofados en la salsa negra no tiene hoy una argumentación intelectual. Fue Firmin Arrambide “Les Pyrénées”, en Saint Jean Pied de Port, quien en la década de los ochenta racionalizó la receta: los chipirones los salteaba, vuelta y vuelta, y los disponía sobre la salsa de cebolla, ajo, pimiento verde y tomate tenida con las tintas. Antes ya había llegado a la misma conclusión en Italia Gualtiero Marchesi, haciendo por separado la sepia y sus realces, a diferencia de la receta tradicional del Véneto, que como ocurre con la vasca, era un guiso de cazuela. Este proceder contemporáneo, que ha tomado cuerpo en la cocina de las tres o cuatro últimas décadas, preserva la inmaculabilidad del cefalópodo, que no cede sus esencias al fondo de verduras. Y, además, resulta infinitamente más cromática, no aparece el conjunto uniformemente teñido, sino blanco sobre negro, negro y blanco.
Ciertamente esto no se ha extendido cuanto debiera. Probablemente porque los chipirones en su tinta no están hoy tan de moda como en el siglo pasado. Quizás porque se prefieran sabores más limpios, más puros. También porque estofar un producto 10 no es lo más apropiado. A su vez, porque es una receta muy laboriosa y, una receta, que espera al comensal, con las incertidumbres de ventas actuales y conservación que de ello se derivan, perdiendo frescor, ofrece dudas. Estamos, pues, ante una cocina precocinada, no tan viva. En muchos casos, en la restauración media, industrializada, que compra el restaurante o la taberna para calentar en función de la demanda. Ni que decir tiene, que la inmensa mayoría del producto que se utiliza para el estofado, es un producto medio, de arrastre o congelado.
La salsa negra, para que sea colosal, tiene que poseer cierto gusto a chipirón, a chipirón grande, que en alguna medida tiene que dejar su sabor a la salsa. Que cuando es sobresaliente, merece una cuchara de oro. Por eso creemos que debe seguir teniendo gran protagonismo, y por eso creemos que debe servirse en salsera, de manera que pueda repetirse, sin marranear previamente la vajilla, lo que afecta a la estética. Salsa negra que ha de acompañar a los chipirones, a los chipirones pasados por la plancha, salteados o asados a la brasa, como estos que están en la foto, en verdad manjarosos, que zampamos en Elkano, templo de la naturalidad, de la manjarosidad, brevemente pasados por las ascuas, servidos con su piel, desposeídos de los interiores, que preservaban y transmiten sabores dulces y bravíos, que le convierten en la fruta suprema del verano en el Cantábrico.
Lo peor de tantas salsas negras, de tantas y tantas pinceladas al uso, es que solo tienen del calamar el color de sus tintas. Son de mentirijillas. Engañan al ojo más que al paladar. Un tinte. Un tinte muy recurrente en dos de los niveles culinarios. Se miente aquí y allá…la ética es un valor poco habitual.