Algunos hosteleros valencianos están descubriendo las algas y también las denominadas ortigas de mar, según la zoología pertenecientes a los antozous. Van muy bien, esencialmente, para los arroces marineros, ya que del mar provienen. Esto podría dar pie a una nueva clasificación de los arroces: mar y marisma, marjal o zonas pantanosas, al igual que existe el “mar y montaña”, más bien piscifactoría y granja. Sino de los tiempos. En fin.
La Rosa tiene justa fama por la calidad de sus materias primas. Se fundó, como merendero para las clases populares, en 1925. Pedro Contell y Juanmi, continuadores del negocio familiar a partir de 1980, han conseguido concitar elogios por su deseo de evolución –apartado producto- en un contexto populista y turístico a causa de que Orson Welles y Hemingway se comieron varias paellas playeras y acabaron con jarras inmensas de sangría cuando visitaban Valencia para las corridas de toros de Fallas o de la Feria de Julio.
Julio Saura y Rafael Monteagudo han puesto en circulación el año 2001 este arroz meloso con caldereta de tefón, aunque también pueden guisarlo en paella. Nosotros lo preferimos en caldereta y no seco, estilo paella seca.
Se parte, como es ortodoxia, de un caldo de pescados de roca o simplemente del día, aprovechando aquellas partes no comercializables, práctica común en la hostelería y en los domicilios más puestos. Se sofríen con aceite de 0,4º unos chipirones y las ortigas (de Vinaroz). Tras unas vueltas, hay que poner alcachofas cuarteadas (en temporada; si no es el tiempo, sirve otra verdura o hasta unos “boletus edulis”) y habas peladas. Se añade un tomate natural, maduro, triturado y tamizado, más ajo muy picado. Acto seguido, la morralla u otros pescados utilizables.
Una cocción de todo el conjunto durante unos cinco minutos es el lapso de tiempo correcto para echar el arroz, en este caso de la calidad granza. Catorce minutos a fuego medio-alto y otros tres de reposo para que se trabe el caldo y llegue a la mesa meloso. Una loable alternativa a los sota, caballo y rey del abanico arrocero de la ciudad, restringido a seis u ocho fórmulas no siempre por falta de iniciativa de los hosteleros, sino, lo más a menudo, a causa del conservadurismo de la clientela.