EL CIELO BAJA EN CAN SUNYER (Los Roca cierran ya el círculo)

Desde esa espectacular vista del hotel, una terraza gigante volada por encima de la ciudad, intentaba imaginarme qué tejado cubriría esa cocina perfumada que me esperaba. Apunté la dirección y noté la reacción del taxista al leerla. Me miró por el retrovisor y resopló: “Vaya sitio. Sí que va a cenar bien”. Durante el corto trayecto percibía un silencio tenso, como si el conductor supiera que me llevaba a un sitio de privilegio, donde sólo cabía la victoria.

Al entrar en esa masía moderna de Can Sunyer, dominada por el silencio, el blanco y la luz, pensé que el cielo estaba más bajo. La noche y los grandes ventanales reflejaban los árboles en todo el comedor, como una mesa en mitad de un bosque. Orden y delicadeza en toda la sala. Y el pequeño jardín central imponiendo la serenidad de un lugar sagrado. Como un recinto de culto.

Y el festival y el menú comenzaron. Y sonaron los aperitivos con la función de ponerle a uno a prueba: tornar desconfiado al que llega ya cautivo y predisponer al placer para el que presume de escéptico. Y ese trabajo sucio de encandilar con suavidad lo hicieron, sobre todo, unos guisantes a la menta, fruto minúsculo y delicado, que advertía ya cuáles son las señas de identidad de esta cocina: técnica, sabor y finura máximas. Al igual que el bombón de foie al viogner, atrevimiento y sutileza. Atrás quedaban la estela de un crujiente de romero, en honor al aroma, el chip de parmesano, homenaje al lácteo selecto, la cereza con anchoa y campari, guiños a la cercana costa, la zanahoria con naranja, gesto hacia el color y la tierra y el velouté de berberechos, apuesta por la joya sencilla y blanda. Aromas, lácteo selecto, costa, tierra, color y moluscos: seis pilares clave y seis combinaciones sobre las que se apoyaría el festival. Y junto a ellos la memoria, con mayúsculas, recurso con el que los Roca se apropian del comensal que deja por momentos de ser cliente y vuelve a ser niño.

Y en esa sintonía llegó la ostra al cava, la otra joya blanda de la noche, que hablaba por sí sola y a la que el cava y su presentación se esforzaban por igualar. Y las cabezas de espárragos con jugo de mandarina y parmentier, color y tierra juntos, con unas puntas blancas que parecían recién nacidas. Tras ello las colmenillas y el velo de leche de oveja, combinación sorprendente de tierra y lácteo selecto sólo posible para un cocinero de mente tan preclara. Y más allá llegó el homenaje a la memoria a través de la ensaladilla rusa de nuestras madres, esa que sabía a patatas cocidas y aceitunas: era su parmantier de olivas verdes que te hacen dudar si la alta cocina es la cocina del recuerdo o al revés. Y de nuevo los aromas del pasado a través del humo y el mar: la verdura y la brasa junto a la sardina en aceite de anchoa. Y ya sumergidos en el mar, la vaporosa gamba de Palamós, tan majestuosa que aunque apareciera sola en el plato sería cocina de altura. En un ejercicio didáctico de lujo y austeridad, tras la gamba el bacalao y tras el aroma amontillado de aquella el pan y las alubias de éste, recordando Roca al comensal que la pobreza engendra dignidad. Y cuando parece que los platos de mar podrían seguir hasta el infinito, surge la carne, como fruto de la tierra, junto a guarniciones lácteas y aromáticas. Ejemplo de ello es la ventresca de cabrito con queso de cabra y menta, animal, pieza y cocción tan perfectas que sobreviene a la cabeza la tentación de levantarse ya de la mesa. Y el Royal de oca con alcachofa y naranja, símbolo del academicismo, que se resuelve con la misma suavidad que un entrante.

Pero en Can Sunyer hay dos cocinas: la salada y la dulce, como un pequeño diamante incrustado en otro mayor. Y en esta cocina dulce sólo hay lugar para la memoria y el perfume. Por sorpresa aparece un prepostre de guisantes cristalizados con aromas de eucalipto, plato hermanado con los guisantes mentolados del inicio del menú, que parece representar la coherencia que liga principio y fin. Pero todo en la sala se agita cuando llega la adaptación del perfume. En el plato, de un lado, un velouté de melocotón con una guarnición frutal que guarda el secreto del perfume Trêsore de Lancome. Del otro lado, un cono de papel perfumado con el aroma de la colonia. Ambos tienden a equivocarse. Maestría la del cocinero dulce que hace que uno no sepa, al final, cuál es el perfume real y el inventado o si pueden comerse los dos. Y por si todo no fuera ya suficiente, el postre de cerezas con vainilla y amaretto se convierte en la boca en la maravillosa piruleta "Fiesta" de nuestra infancia; ¿Cómo es posible jugar, con ese descaro, con nuestra memoria afectiva?. En este estado de shock, cuando ya apenas cabe la sorpresa, un postre láctico con requesón, dulce de leche y otros derivados nos recuerda que la mezcla de iguales a veces mejora a cada uno por separado.

Es fácil llegar al reservado acristalado donde un Gin tonic final o un habano frente a la cava, te van devolviendo a la normalidad. Como también es fácil encontrar al gran Joan comentando tímidamente algo con los clientes. Una vez más en él se cumple esa máxima infalible: cuanto más grande, más humilde, cuanto más alto más bajo.

Al salir, en ese patio de verde aromático, diviso la amplia cocina y al pequeño Jordi como una figura difusa. Con un trapo en su mano derecha parece dibujar un círculo en la mesa de emplatar. Aunque él no lo sepa es el gesto del que cierra el círculo.

Vuelvo al hotel en silencio. Parece que hubiera ido a dos restaurantes dentro de uno. El taxi huele a perfume, mar y suave humo. Pero nada en Gerona se inmuta. Incluso los Roca recogen ajenos al éxito que producen. Me encojo en el asiento del taxi y pienso dónde podría comer aún mejor. Miro la noche por la ventanilla.

De pequeños nos engañan. No nos dicen que, en algunos sitios, el cielo está siempre más bajo.

Antonio Mateos
Madrid