Permítanme la irreverencia, quizás osadía, de hablar del servicio, de las atenciones, de la SALA, de un restaurante vanguardia total como es Aponiente, y no hacerlo de su patrón, Ángel león, Dios de...
Madrid Fusión. Sala central de actos. En el escenario, iluminado por los focos, Santi Santamaria. En la platea, los congresistas, de pie, aplaudiendo a rabiar, víctimas probablemente de la fácil celada del populismo.
El conflicto está abierto, por fin. Santamaria, tras años de obcecado silencio público, escogió la capital para escenificar demagógicamente su contrarrevolución. Curiosamente, Santi, hombre de fácil y generoso (incluso ingenioso y lúdico) verbo en su ambiente, había declinado en multitud de ocasiones (aclarar que a no todos los congresos ha sido invitado y que en varias ocasiones ha acudido a otros)exponer sus ideas en esos foros aduciendo, como explicó el otro día, “miedo escénico” y ninguneo por parte de la facción “contemporánea” del sector. Ambas excusas parecen poco sólidas. Finalmente, sin embargo, se explayó a gusto. Y su discurso, ya conocido, encontró a la postre el eco adecuado en una audiencia acaso harta de pirotecnias y artificios. Santamaria defiende, como un mohicano terminal, una concepción tradicional y más estática que dinámica de la cocina. El huevo como concepto global por encima de la complejidad de la suma de la clara y la yema. Santamaria es un abanderado de la llamada “autenticidad”, de la culinaria entendida como una artesanía que plasma, sin mixtificaciones ni reflexiones poliédricas, la tierra y la sabiduría ancestral. El blues rural y directo del Delta del Mississipi ante la intelectualización urbana del free jazz. Buen momento para rememorar al eterno Chesterton, que ya en el XIX advertía que se confundían quienes creían que sólo era hermoso y auténtico el campo, sin advertir la belleza, el hecho humano singular que hay detrás de cualquier recodo de la ciudad.
En su polémica y ya famosa soflama del jueves, Santi arremetió contra la ciencia, los científicos y su “usurpación” de lo que él considera cocina. Y también contra algunos cocineros, delatando quizás algo más profundo que la pura crítica racional. Conviene en este punto acudir a algunos de los grandes clásicos de Ferran. En cuanto a la tradición, “¿de cuál hablamos? ¿De la de la madre? ¿De la de la abuela? ¿De la del siglo XIX?” Ciertamente, la tradición sería una palabra vacía de contenido, incluso ya desaparecida sin la creatividad que la va actualizando en función del vector temporal. Además se avanza, recordemos al gran matemático René Thom, a base de “catástrofes” o, lo que es lo mismo, de cambios cualitativamente decisivos de sistema. En cuanto a la ciencia: “¿no es mejor, más limpio y más auténtico un solo gramo de xantana, que es un producto enteramente natural, que un montón de harina, más “contaminante”, para espesar?”
El objetivo de la creatividad, de las vanguardias, a menudo ingrato por incomprendido, es el motor que siempre ha hecho caminar a la humanidad. Sin el riesgo de algunos, los pioneros, aquellos que, lejos de nostalgias y refractarios al anacronismo, sienten la necesidad de expresar sus pensamientos más osados, todavía usaríamos el pedernal para encender el fuego. Nosotros, desde luego, estamos en aquello. En el inconformismo, en la constante inquietud, en la ilusión prospectiva, en la creencia cierta que el destino de los sueños deber ser necesariamente la realidad.
Dicho esto, no obstante, creo que la arenga de Santamaria no sólo es precisa ahora mismo, sino que contiene algunos argumentos objetivamente sólidos y que todos debemos cavilar. Santi, en el fondo, cabalga contra el simulacro, quizás la característica más torticera de la llamada posmodernidad. Y ahí estamos con él. Fruto de todas las revoluciones son las perversiones de los conceptos originales. Y hoy, en cocina, asistimos demasiado a menudo a la gran parada de la chirigota. El propio congreso Madrid Fusión, escaparate privilegiado de lo último, nos muestra este status quo. Móviles que interactúan con los platos, técnicas sensoriales discutibles, artefactos más aptos para una pasarela de moda que para fines gastronómicos… Incluso descaradas imposturas y copias atroces que son celebradas por los simples y frívolos “gastro victims” y los decadentes “clochards de salon”. Ahí duele Santamaria. Ahí da en la diana. Ha de ser labor de todos los que estamos involucrados en lo evolutivo desenmascarar a los farsantes, señalar a los plagiarios y escarnecer a los insustanciales.
Santi no yerra cuando vindica la naturaleza ideológica última de la gastronomía, aunque se equivoca cuando confunde ciegamente aqueos y troyanos, cuando define todos con partes o viceversa, cuando pelea más con el arrebato que con la razón. Santi quiere acabar con los impostores a base de cañonazos, metiendo en el mismo paredón a todos. Ahí está uno de sus puntos flacos.
Además, y a pesar de la autocrítica que se infligió (“sólo servimos para dar de comer a ricos y snobs” y bla, bla, bla), un “boutade” llena de cinismo posmoderno “malgré lui”, no parece que su trayectoria, repleta también de otras contradicciones, de luces y sombras, sea la más adecuada para enarbolar el blasón del “mesías salvador” de la gastronomía.
Santi Santamaria, aun poniéndonos certeramente el dedo en el ojo, aun proclamando las muchas y verdaderas servidumbres de las cocinas vanguardistas, aun ayudándonos a perseverar en la necesaria discusión y purga que seguro precisa nuestra cocina creativa a día de hoy, se disfraza, una vez más, de “buen salvaje”, figura mítica que la dichosa posmodernidad se ha encargado de revelar como ostentosa y descarada falacia.
Bien por la algarada, Santi, pero no sé si acaba de colar…