Permítanme la irreverencia, quizás osadía, de hablar del servicio, de las atenciones, de la SALA, de un restaurante vanguardia total como es Aponiente, y no hacerlo de su patrón, Ángel león, Dios de...
Permítanme la irreverencia, quizás osadía, de hablar del servicio, de las atenciones, de la SALA, de un restaurante vanguardia total como es Aponiente, y no hacerlo de su patrón, Ángel león, Dios de los mares, ni de su contramaestre, ni de tantos y tantos marinos que gobiernan las cocinas del Titanic de la gastronomía del emergente siglo XXI. Subrayemos los nombres de Jorge Ponce, de Juan Ruiz-Henestrosa, Paco Fuentes, Pedro Casillas, Miguel Cortina… y brindemos por un equipo meritorio de enmarcar. Y me siento en la necesidad de hacerlo, casi la obligatoriedad, no porque de repente crea que es una reivindicación justa la defensa del exánime ni la glorificación de la tendencia que no acaba de convertirse en moda. Lo hago porque creo, y así lo defiendo, que el trabajo que realizan los chicos de la pajarita y la bandeja en movimiento en este excepcional barco es admirable y digno de elogiar. Pocos, muy pocos ejemplos como este en nuestro país. Así de claro. Haberlos haylos. Identificados por todos. Por desgracia, también contables, no son infinitos los que son, ni así son todos los que están.
Cierto es que en general los comentarios de los concurrentes a este molino de la creatividad y autenticidad valoran positivamente la asistencia recibida, mas esta queda eclipsada a mi entender (con cierta lógica), por un trabajo inaudito que el hechizante Chef del Mar brinda desmesuradamente. El funcionamiento del comedor de este trasatlántico funciona como una brújula que guía a cada uno de sus componentes con un rumbo marcado, camino excelencia. Todo es armonía, compañerismo, dedicación, amabilidad, generosidad…SERVICIO. Todo es para ti. Todo. Esto no son palabras, son hechos. Más allá de la meticulosidad que se requiere para ofrecer una experiencia inolvidable como la que se busca en el peregrinaje hacia El Puerto de Santa María, por encima de mantener el protocolo, de guardar las formas, del academicismo, de marcar los tiempos, de no tropezar, de llegar, de sonreír, de algo tan cotidiano como es leer y tan difícil de interpretar y traducir en una casa de comidas cuando los gestos sustituyen a las palabras; más allá está la complicidad, el querer, el interés, las ganas, la entrega, la dedicación…y llega la magia.
Que se le cae la servilleta al comensal que está sentado a tres puertos de distancia, alejado de mi rango, pues voy y la recojo. Que aquel cliente se levanta a echar el pitillo: ¡Ojo avizor! Que esta señorita tiene que ir al lavabo: copa de agua nueva, fresquita, con piedras de hielo enteras a su regreso. Que aquel es un descarado, temple, respeto absoluto. Implicación, afán, así se llama. Y esto, que debería ser lo ‘normal’, se ha convertido en un valor añadido en la hostelería. Lo razonable, el querer hacer tu trabajo lo mejor posible, el superarte cada día, el progresar, se han convertido en méritos cuasi inalcanzables. Esta actitud, básicamente, a mi modo de ver, se debe a la falta de cariño por lo que se hace. Si uno trabaja en algo que no le gusta pasan estas cosas. Claro, aquí, en Aponiente, sucede todo lo contario. Estos chicos desean tanto hacerlo bien que solamente se puede deber a dos factores que incluso pueden estar encadenados. Primero, su profesionalidad, algo indiscutible. En segundo lugar, y más subjetivo y difícil de catalogar, el amor que sienten por lo que hacen y la pasión que invierten en conseguirlo. Todos para uno y uno para todo.
Contaré una anécdota para que vean que hay luz al final del túnel. La pasada temporada, con la inauguración de su nueva etapa, acudí con un grupo numeroso de nuestros alumnos de Gasma, el Campus de Gastronomía y Management Culinario de la Universidad CEU Cardenal Herrera (que asesoro), tanto de Grado como de Máster, a vivir una experiencia convertida en inolvidable para ellos. Todos y cada uno de los estudiantes habían leído los relatos, eran conocedores de las batallas, coleccionistas de los apólogos, admiradores de la leyenda que forja Ángel León surcando los mares, descubriendo los abismos, defendiendo la coexistencia de lo noble con lo pobre. Lo sorprendente de la jugada fue escrutar el sabor de boca después de la ahogadilla. Uno por uno, alumnos de una multiculturalidad dilatadísima (españoles, italianos, mexicanos, bolivianos, ecuatorianos, kenianos,…) subrayaron el advertido, como uno de los mejores servicios que habían disfrutado en sus vidas. Cierto es que en su recorrido aún les quedan tres o cuatro desembarcos, pero no menos cierto es que algo muy grandioso habían contemplado para que después de meterse entre pecho y espalda un menú degustación del Capitán Nemo, de pasear y descubrir el entorno recuperado para la Humanidad acompañados de Ana (su bióloga), una de las personas que lo cuidan y magnifican, de presenciar en exclusiva de mano de Ángel León el emocionante espectáculo de contemplar la luz del mar, de tocarla, de probarla y recrearse con ella.., tras este viaje fantástico, lo primero que te dicen es que ha sido increíble observar el trabajo en SALA. Nunca en su corta existencia recibieron un trato como el que aquí les han regalado. Y yo no puedo estar más de acuerdo, era para grabarlo. Inaudito. ¡Bravo! ¡Olé! ¡Chapeau!
Quizás, si dedicáramos más elogios a estos profesionales (a los que los merecen, por supuesto) tal vez más jóvenes entrarían en las escuelas o universidades para aprender a ‘atender’ y no todos tendrían la vocación de quemarse en las cocinas. Comento lo escrito porque a estas alturas del filme ya sabemos que la juventud busca sus ídolos, y ahora les ha tocado a los chefs. Ojalá seamos capaces de aprovechar el momento de oro para crecer en un sector en el que parece que todo relleno vale. Y amigos míos, un bizcocho empapado por dentro no es un coulant.
Si quieren caviar, ya saben, buceen en Aponiente, que no exclusivamente con descartes cohabita el hombre…