Permítanme la irreverencia, quizás osadía, de hablar del servicio, de las atenciones, de la SALA, de un restaurante vanguardia total como es Aponiente, y no hacerlo de su patrón, Ángel león, Dios de...
Entre olvido, incertidumbre y virtualidad, la cocina del look entra en regresión ética. El crédito solicitado en prótesis artificiales para estetizar la producción desarraiga la cocina, somete al cocinero y denigra al comensal. El valor de cambio se impone al valor de uso, llegando al extremo de comenzar a trabajar en la perspectiva de la mercantilización de las emociones humanas.
Decía Jacques Lacan que “la cosa debe perderse para ser representada”. Lo nuevo no puede representarse mientras el espacio esté ocupado por lo que fue precedido, por ello es necesario desplazar lo anterior para que lo recién llegado ocupe la vacante. Olvidando que comer es un acto agrícola, un acto complejo, nos abrimos a la cocina industrial y a su ideología, alteramos una función simbólica, creamos una fisura en un universo de siglos y sustituimos la relación cocinero/comensal por la de producto/consumidor. Del aforismo: “somos lo que comemos” a la aparición de los OCNIS (Objetos Comestibles No Identificados – Fishler), hemos pasado a acuñar que puesto que “no sabemos lo que comemos, no sabemos lo que somos ni lo que vamos a devenir” (Poulain). El olvido, y la desatención, llega en ocasiones por un vacío referencial, o por una apostasía. Para que en el doctrinario de la nueva fe tecnológica conste la manifestación que reza: “sembrando la desconfianza en la utilización de productos de dudosa salubridad, se está creando una alarma social de consecuencias incalculables. Además de ser falso testimonio es algo gravísimo, ya que los nuevos gelificantes, espesantes y otros ingredientes tienen toda la garantía a nivel saludable…” (Declaración Euro-Toques, Mayo 2008), ha sido menester eliminar el precepto donde se condenaba: “el rápido e incontrolable desarrollo de las biotecnologías dentro de la industria agro-alimentaria” y “la creciente utilización de sustancias químicas perjudiciales (La Carta de los Alimentos de Euro-Toques, Marzo 1999). Se ha pasado de admitir que existen productos “perjudiciales”, así como la imposibilidad de “poder garantizar totalmente el estado […] auténtico y natural de los alimentos” (La Carta…”), a eximir de responsabilidad al productor: “La cocina es buena o mala dependiendo de quien y cómo se practique” (Declaración…), uniéndose así a la tesis triunfante de los industriales en la negociación en Europa del reglamento REACH (“no hay alimento bueno o malo, sino dieta inadecuada), que luego se recogería en el proyecto NAOS, del Ministerio de Sanidad. Refugiarse en el laxismo del establishment, o en la instrumentalización jurídica (homologación = inocuidad) es rescatar, para el supuesto espíritu creativo, la corriente burocratizante de la vida. Es recordarnos que el vanguardismo creativo en cocina, por no citar que esta actividad, es lo más alejado que se pueda uno imaginar del espíritu del vanguardismo artístico de principios del siglo XX. Sus esencias han sido succionadas por la función de gregarios de la industria. “Vanguardia” y “revolución” son solo argucias publicitarias totalmente inocuas política y socialmente, son expresiones que forman parte de la panoplia lexical de la industria publicitaria. El manto protector de la oficialidad, que algunos han buscado y encontrado, ayuda a camuflar, sin conseguirlo verdaderamente, el reguero de cadáveres y enfermedades que los productos “homologados” (comestibles o no) han ido dejando tras de sí en los últimos decenios y el número de científicos a los que se les ha creado el vacío por sacar a la luz las entretelas de los sucios negocios de un entramado científico/industrial, que siempre encontrará quien le facilite la coartada y le ornamente la fachada. Parece como si cierto esfuerzo por olvidar fuese el carburante de un cierto espíritu creativo. La cuantificación aséptica de un aditivo y su descontextualización hacen las veces de cortina de humo, difuminan el marco medioambiental en el que se origina, manipula o consume “el producto natural” (no olvidemos, además, que para muchos un OGM es “natural”, así como que algunas moléculas biotecnológicas sometidas a procesos enzimáticos o microbiológicos se han beneficiado de artificios jurídicos para poder presentarse como “productos naturales”); no se contemplan sus efectos sinérgicos o su acumulación exponencial; así como tampoco sus consecuencias bioacumulativas en el hombre, como resultante de ocupar éste el vértice de la pirámide alimenticia, y sobre lo cual no hemos encontrado trazas en la prensa en el tiempo que dura el affaire Santamaría. El camino de la racionalidad industrial apaga el sentido etimológico del término “restaurar” en el oficio de los fogones, esto hace que algunos abandonen su función principal (se sienten poetas, suministradores de espectáculo y de la carcajada) y crean una dualidad que aísla al sujeto/comensal. Éste se ve circunscrito A, a la opción “nevera” apuntada por alguno, y su consiguiente regresión cultural: la manufacturación de la cocina, el acto comer travestido en acto industrial; o B, a la efimerización culinaria con su pertinente andamiaje tecnológico y su profusión publicitaria, la conversión de un acto agrícola y de cultural total, en un simple momento de ocio. Sea cual fuere la opción elegida, el individuo alimentario juega un papel secundario, pues la jerarquía recae en el mercado.
La deficiente manera en que diferentes gobiernos han gestionado las sucesivas crisis alimentarias, desde el asunto de la colza hasta el reciente del aceite de girasol, incrementa la incertidumbre que de forma natural habita al hombre, reduce el acceso al conocimiento y con ello cercena la posibilidad de una crítica más objetiva; siendo tacaños en el suministro de datos, estrechan la percepción del observador y limitan su acumulación de saber. Si a ello añadimos que cada invento tecnológico produce un modelo descriptivo de la realidad, un modelo provisional y metafórico, pero que confundimos apresuradamente con la “verdad”-por-fin-descubierta, no nos extraña encontrarnos con expresiones que hacen alusión a la “ignorancia” de la gente a la hora de posicionarse en la problemática que aquí se aborda. La alimentación es un fenómeno complejo, arborescente y multifuncional, que desborda el marco de un solo campo del conocimiento. Pretender resolver la discordancia con la “gente” mediante el calificativo “ignorancia” es, cuando menos, una ligereza de estilo. En el complejo universo de las representaciones, lo que algunos llaman “ignorancia” puede ser un acto reflejo de precaución, una actitud religiosa o filosófica, un posicionamiento cultural. ¿Quién osa llamar ignorantes a los ingleses porque los caracoles no entran en su recetario? Si el artista puede arrogarse el derecho de dudar del buen pensar del ciudadano al que la sociedad considera apto para votar o conformar un Jurado, nada le autoriza a pedirle que se abstenga de opinar. Por muy dolido que el cocinero pueda sentirse en sus sentimientos por la crítica recibida, no debe olvidar que al ofrecer su trabajo al dominio de lo público y querer compartir sus gustos, sus emociones y su saber hacer con los demás, se somete irremediablemente a una relación no privada, donde el aplauso o la crítica son libres. El vasto mundo cultural de los hombres no puede verse sometido a la estrechez del yugo científico, del mismo modo que la ciencia nunca debe comandar la razón humana.
Tanto trajín, tanta agresividad, tanta filosofía, y tantos intereses económicos en juego, por lo que posiblemente sea la más pueril de las causas: el consumismo estético.