Permítanme la irreverencia, quizás osadía, de hablar del servicio, de las atenciones, de la SALA, de un restaurante vanguardia total como es Aponiente, y no hacerlo de su patrón, Ángel león, Dios de...
Con tanto programa de televisión dedicado a la zampa he tenido un empacho catódico y sé me ha olvidado escribir; o "juntar letras" como dice mi hermano el de Manchester. Los programas de gastronomía (e Internet) han fagocitado a la prensa escrita: ya apenas quedan revistas de gastronomía profesional y lamentablemente sólo ha sobrevivido una guía gastronómica impresa seria y de prestigio internacional; la edición que compra o sigue a través de internet el guiri que aterriza en la península ibérica con ganas de darle a su estómago alegría Macarena. La guía que rueda por España y Portugal desde 1910 descubriendo y recomendando establecimientos donde la manduca merece la pena; revisada anualmente por rigurosos inspectores que no se venden por un plato de fabada ni por una lata de caviar Beluga triple 0. No lo intentes con ellos: a diferencia de algunos críticos gastronómicos y no digamos mis vecinos ex alcaldes de la Púnica -hoy tristemente desaparecidos-, los chicos de la Michelín son tan incorruptibles como se mostraba Eliot Ness frente a Al Capone. Son unos profesionales de la observación gastronómica que pagan religiosamente lo que consumen, juramentados a la búsqueda del papeo de máxima calidad y el servicio fetén. Buenos chicos que te transmiten con exquisita educación (eso cuando se dan a conocer) lo que les ha parecido la comida de tu establecimiento. Discretos supergourmets camuflados de mistery shopper que no te van ir nunca con chuflas tipo Tripadvisor como "¡el papel del váter rasca!": focalizan la mayor parte de su atención en lo que hay en el plato. Hasta ahí todo va sobre ruedas.
La guía no es perfecta, evidentemente, pues está revisada por contados inspectores que se parten el pecho por llegar a todos los establecimientos; pero como en la trena de Alhaurín de la Torre: ni están todos los (restaurantes) que son; ni son todos los que están, normal. Lo que no puedo evitar es que me invada un malestar patriota (parecido a cuando el choteo de los guiñoles de Canal Plus con Rafa Nadal) al comprobar el agravio comparativo al que someten a los restaurantes españoles con respecto a los franceses y otras latitudes. Si uno se pega un garbeo michelinero por el país vecino como hice yo este año para tomar el pulso en el país de Astérix a los templos galácticos (de triestrellados para abajo) a la búsqueda de la excelencia en el plato; el mantel de hilo (si es que lo tiene), la cubertería de plata, la vajilla de Limoges y el copòn... Y me cobran un 50 % más que en restaurantes patrios de la misma calificación; y, si reparo en cotejar las calificaciones a que somete la Guía Roja de mi país con respecto a la francesa -y no digamos a la de Tokio- sé me escapa un espontáneo "¡MERDE!" de indefensión al pensar que eso de liberté, égalité et fraternité no tiene validez al sur de los Pirineos.
Me pregunto: ¿hay tanta diferencia entre el Chantecler del Negresco (**) con Zalacaín (este año le ha desaparecido increíblemente la única estrella que le quedaba)? ¿Qué pasaría si a Paul Bocuse (***) le desposeyeran de alguna de sus estrellas? ¿Ardería acaso la factoría de Clermont Ferrand?
¿Cómo es posible que en el Louis XV de Montecarlo (***) tenga que consentir que me peguen la brasa al final de la cena un grupo de músicos tipo Trío Los Panchos porque los haya contratado el milloneti de turno?; o ¿inundar de macarrones a cadenas/iconos de la Grandeur instaladas por todo el planeta como el Atelier de Robuchon. Oscuras barras (muy informales y divertidas, eso sí) donde sería importante que al cortador de jamón le impartiese algún curso previo Joselito, entre otras cosas.
Que increíblemente sólo en Tokio haya 12 restaurante triestrellados, 53 biestrellanos y 161 con una estrella (contra 8 ***, 21 ** y 154 * en toda España) me produce una mueca de envidiosa insatisfacción de lo más insana. ¿Le habrán pedido a Fernando Trueba que sea él quien finalmente otorgue las estrellas michelineras ya qué el cineasta tiene muy buen ojo? Porque, claro, yo no sabría ahora, a bote pronto, que receta preparar para combatir este injusto reparto estelar que beneficia tanto a la industria alimentaria y al turismo galo por culpa de la subjetividad interesada de "un fabricante de neumáticos francés que edita una guía gastronómica en el país que les ha desbancado del EuroBasket".
No conozco los nuevos ingredientes para combatir tan desigual atropello moral; así que seguiremos con los mismos: ajo y agua.