A tal televisión, tal cocina
La última moda, según sus partidarios, o plaga, para los que no lo son, de las televisiones "generalistas" o "comerciales" es llenar la parrilla con programas presuntamente culinarios, que no gastronómicos. No hay cadena que no tenga su cocinero de cámara, nunca mejor dicho, ni su concurso de cocineros o aspirantes a serlo.
Bueno, la televisión, como afirma mi querido José María Iñigo, es ante todo un medio de entretenimiento. Antes pensábamos que era un medio de información y formación, pero ya vemos que no: Iñigo tiene razón. Y parece que a la gente le entretiene ver como determinados ciudadanos vestidos de blanco (o de negro) elaboran diversos platos ante la cámara.
Uno, en estos casos, piensa en Quinto Horacio Flaco, poeta latino (siglo I antes de Cristo), hijo de un liberto y protegido por su amigo Cayo Mecenas, amigo a su vez de Augusto. Horacio escribió versos excelentes, y expuso su pensamiento en ellos. Al comienzo del tercer libro de sus "Carmina" (las "Odas") dejó una de sus expresiones más conocidas: "Odi profanum vulgus, et arceo", que significa "odio al vulgo ignorante, y me alejo de él".
Es una solución, desde luego. La más cómoda. La menos cómoda es tratar de conseguir que el "vulgus" sea lo menos "profanum" posible. Eso, que cuesta trabajo, puede hacerse bien, o sea, enseñando, y puede hacerse mal, esto es, vulgarizando. Bajando el listón, como se dice ahora. Y la mayoría de los programas a los que aludíamos son eso: vulgarizaciones.
Vulgarizar, dice el Diccionario, es "hacer vulgar o común algo". La palabra "vulgar" tiene, aunque no lo diga el DRAE, un innegable sentido peyorativo: nadie elogia a nadie diciendo de él que es vulgar. O sea, que lo de vulgarizar no es tan bueno.
Y hay cosas que no se pueden vulgarizar. La alta cocina, por ejemplo. Si se vulgariza, deja de ser alta y casi de ser cocina. Entendámonos. Una cosa es hacer la comida, cosa al alcance de todos, y otra cosa es cocinar, cosa que está reservada a unos cuantos. No diré que la cocina sea el octavo arte, pero sí que en ella hay, entre otras cosas, arte. Y el número de artistas no es, afortunadamente, infinito.
Se nota en esos programas. Dejo aparte al gran Arguiñano, excelente comunicador que, además, enseña a hacer platos asequibles y "ricos-ricos". Alguno más hay, pero pocos; en general, van más en plan "miren lo que sé hacer", es decir, más circo que escuela. Lo de antes: el circo entretiene, la escuela enseña (o debería hacerlo).
Un programa de estos, y no digamos los concursos en los que los participantes demuestran semana a semana que son capaces de someterse a auténticas vejaciones con tal de tener sus minutos de lo que ellos creen que es gloria, tiene que ver con la gastronomía lo mismo que un libro de recetas de la última famosilla con las obras de Julio Camba, Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro, Josep Pla. Vamos, como la canción del verano y el Yesterday de Paul McCartney, por no meternos en profundidades mozartianas.
La gastronomía ha sido siempre el patito feo de la tele, pese a los intentos dignos de todo encomio de pioneras como Maruja Callaved o, después, Elena Santonja. Se la ha confundido con los recetarios. Y la gastronomía es mucho más. Me imagino que Apicio, que es apenas posterior a Horacio, no fue un autor popular, en el sentido que hoy le damos a esa palabra; sus recetas estaban bastante lejos de lo que un romano de la plebe podía permitirse, y hasta comprender.
La alta cocina no se enseña en un programa de media hora, ni de tres horas. Puede enseñarse, como hace Arguiñano, a hacer mejor la comida de cada día, a disfrutar cocinando, yendo al mercado. Creando afición, en dos palabras.
Lo otro, harta. Ya saben aquello de que lo poco agrada y lo mucho enfada. Hay excepciones: algunos programas del canal especializado, algo de Oliver, cuyo manoseo de la comida me espanta, pero que tiene las ideas muy claras y comunica muy bien; la cocina lógica de Sergio Fernández (no lo confundan: es el Sergio de Canal Cocina). Me pareció didáctica y muy buena la serie Un país para comérselo de Juan Echanove e Imanol Arias. Pero la verdad es que cuando llega la hora de uno de estos multitudinarios programas con la cocina como motivo que tanto abundan ahora, mis dedos accionan automáticamente el mando a distancia.
Claro que, como decían los clásicos, "primum vivere, deinde philosophari", o sea, en traducción libre, primero vivir, después hacer filosofía. Así que es posible que lo primero sea hacer la comida, para luego pensar en ello y ascender de cocinillas a gastrónomo. Puede ser. Pero ni para ser un gourmet hay que ser cocinero ni todo el que se pone frente al fogón es un gourmet. Ojalá lo fuera. Otro gallo, menos presumido y más afinado, nos cantaría.
En fin, volviendo al principio: yo preferiría menos programas "culinarios" y más teatro. ¿O es que el buen teatro, además de formar, no entretiene?