Gastronomía y gastrónomos
Hubo un tiempo no demasiado lejano en que cualquiera se disfrazaba de gastrónomo, y, lo que resultaba mucho peor, ejercía como tal a las primeras de cambio delante de cualquiera. Resultaba una pesadez. La pedantería, que por lo común estaba reservada a otros ámbitos de la cultura, invadió las mesas, las sobremesas, las revistas, las televisiones, el discurso de los ciudadanos. Uno no podía comprar una lata de sardinas sin que lo aleccionaran sobre el pedigrí de aquellos pescados en conserva. La cursilería retórica –una mezcla de cháchara del siglo XIX y delirios de vanguardia- se adueñó de las cartas de los restaurantes, y no hubo cosa que no viniese sobre lecho de verduritas caramelizadas, o de frutitas del bosque criogenizadas (nunca me he explicado el gusto de los cocineros por los diminutivos, que son a la gramática lo que el chicle a la buena comida: una suprema memez).
Fue el sarampión culinario de los nuevos ricos. España ha cambiado más (al menos en su superficie, en chapa y pintura) durante los últimos cincuenta años que en los cuatro siglos precedentes, desde Lepanto poco más o menos. Hemos pasado del potaje a manos llenas y la olla podrida del Quijote a la ceniza de aceitunas sobre una caseína de hierbas aromáticas y helado. Casi sin transición, y eso lo superan muy pocos países, muy pocos ciudadanos del mundo. Para digerir algo semejante hace falta tener un estómago histórico de hierro, unos jugos gástricos sociológicamente sulfúricos.
Tengo la impresión de que aquellas fiebres han remitido, y ya no tropezamos con un gourmet en cada zaguán de la Gran Vía (de cualquier Gran Vía, en cualquier ciudad). Ahora, los gastrónomos son quienes son, quienes deben ser, los auténticos, los profesionales, los que han sobrevivido gracias a su criterio, a su trabajo, a su valentía al enjuiciar las cosas. Uno de los maestros del asunto es Rafael García Santos. La guía que edita cada año desde hace muchos, Lo mejor de la gastronomía, es una Biblia laica y sensitiva para amantes del comer y beber, un manual de buen vivir en definitiva, que ha sentado las bases de la crítica rigurosa actual, y cuyo modelo, con admiración confesa o con plagio sangrante, han seguido casi todos los gastrónomos que han venido después.
Ha organizado en Elche y Alicante durante estos días un congreso espléndido, plagado de grandes cocineros, repleto de actividades (concursos, talleres, debates, homenajes, cuchipandas), y abarrotado de público. Estuvimos comiendo con Martín Berasategui, el gran cocinero guipuzcoano, en un local de Elche, probando algunas de las tapas que se presentaban al Premio que concede el congreso. Rafael y Martín son dos viejos amigos capaces de comunicarse telepáticamente. A uno, que no siempre tiene la ocasión de comer con autoridades culinarias, le encantó hacerlo con ellos, para ratificar que los mejores son siempre los más naturales, los más directos, los menos engreídos; para comprobar una vez más que de comida se puede hablar –se debe hacerlo- con sencillez y conocimiento, con el gusto propio y con la inteligencia.
Ahora bien, no le envidio a Rafael su profesión. En vista de lo visto, estoy seguro de que para ser un buen crítico gastronómico uno debe hacer acopio de toneladas de estoicismo y control sobre la propia sensibilidad, porque el placer por sistema sólo lo pueden soportar los espíritus más fuertes.