El Bodegón de Daimiel

 No sé exactamente que nos mueve a veces para viajar, para visitar lugares, conocer gentes, respirar ambientes y sentir tradiciones. Lo digo porque un lado oscuro lucha en muchas ocasiones en contraposición de este anhelo: la pereza, la apatía, el estrés, el 'ya lo haré'... Y claro, en el momento de hacerlo, de apreciarlo, de experimentarlo, llega el arrepentimiento: 'Porqué no lo habré hecho antes'.

Por eso, no dejen de probar, de moverse, de salir, de ir, de VIVIR. Que no llegue el fatídico día mirando atrás lamentando lo que pudo ser.

Y esto viene a cuento porque aunque uno viaja sin piedad, siempre, siempre, parece que no llega a todo. 

En una de estas me planto en Daimiel, con ganas de visitar a mis amigos del Bodegón. Y en mi interior seguramente buscando reposo, acogimiento, familiaridad, quizás afecto... pero como les vengo argumentando parece que nos da pereza lo de ir al 'pueblo'. ¿Aburrimiento? ¿Les parece poca recompensa lo que les acabo de enumerar? Pues hay más.

LLegar a un riconcito apartado y nada más bajar del coche que ya te estén esperando en la puerta con un aperitivo y una dosis de cariño es toda una recompensa. Entras en el espacio y sientes que estás en un lugar único. Una construcción que pasa por haber sido herradero, molino de aceite, bodega, y hasta parte de una muralla histórica patrimonio de nuestra cultura. Y todo esto se ve, se conserva, se inhala...La casa mantiene estancias, aparejos, recodos que nos trasladan a otros tiempos ya casi olvidados que no hemos recordado con la consideración que merecen. Antes de sentarse a la mesa obligatoria visita de reconocimiento del lugar. 

Y ya en materia hablar de lo humano. Dos hermanos reparten baraja. Ramón en sala, se ve orgulloso del lugar que ocupa, en lo físico y espiritual; y tranquilo, porque sabe que a su vera está siempre Rubén, cuya presencia se debe en cocina aunque su alma inunda el lar. Eso sí, hablando de cocina, ahí sigue Doña María, madre de todos, infatigable guisandera, curtida en mil batallas, con un responsable regimiento a sus espaldas, que pone temple y soporte a las benditas excentricidades del hijo. Y ahí seguirá Ella, siempre. Y Papá, que cuando hay que ayudar, es el primero en remangar. Y ese regimiento, joven, marchoso, que sigue el ritmo en tono de son, sin desfallecer ni arrugarse. 

Y una vez puestos y dispuestos, disfrutamos del festín. En este Bodegón hay cocina y finura. Sobre la mesa dos aceites de oliva virgen extra, uno de Valdepeñas, elaborado con cornicabra, arbequina y una pizca de picual, el otro de sierra de Baeza, Jaén, variedad picual, irremediablemente acompañados de un calentito, esponjoso, casero, pan. Se muestran un par de aperitivos en una cajita de madera, reposando sobre una base de lentejas; en una latita, arenque marinado con vinagre de Módena y azúcar, una base de salmorejo de arándanos y fresas aliñada con aceite de cebollino y ensalada de algas, wakame, refrescando y aromatizando, además de huevas de lumpo, contrastando sabores. Un trampantojo, con forma de tomate cherry, que en realidad es una esfera de queso manchego y albahaca con una cobertura de mermelada de pimiento rojo. Divertimento en contra del aburrimiento. Un crujiente de pan de gambas y eneldo, con unas migajitas de alga nori y wakame, sustenta un sutil bocado de salmón marinado en soja pellizcados por un evanescente aire cítrico de lima y limón.

Manteniendo un mismo cromatismo en la concepción de sus platos, al igual que la elección de los elementos que los integran, dibuja una psicodélica ensalada Rubén con una tierra de remolacha, unos crocantes encurtidos picaditos y un tándem formado por unos carnosos daditos de atún rojo y un chispeante aire de vinagre de Módena.

De vuelta al salmón, en este juego de un tuya mía monocromático, y una linealidad de gustosidad y grasosidad, un trío complementario de tartar de salmón curado, huevas de trucha y coulis de mango, dispuestos en lo hondo de un plato, se inundan con una sustanciosa sopa de ajoblanco.

Y se busca el sabor, pero también a través del ingenio sacar una sonrisa al rostro del comensal, porque sin descuidar el paladar, la vistosidad en las propuestas entretienen en la mesa. El Caracol de primavera, elaborado con foie, cubierto de un vino moscatel, aromatizado con trufa repta sobre un paisaje compuesto por una crema de boletus, un crujiente de migas manchegas, gurumelo, unas láminas de col, unas cabezas de espárragos...Fulgurante.

No podía faltar un hodierno Guiño a Oriente. Espaguetis en tinta de calamar con ajitos, lámina de sepia, y un caldo dashi concentrado de chipirón con algún toque anisado constatan que se puede ser moderno sin perder el sentido.

Un plato en apariencia sencillo, intranscendental, que no lo es tal. Porque entendemos que se busca con humildad la sorpresa del comensal, que agradecido seguro valora la reducción de superfluos para transmitir el mensaje. Sin más, asistimos al maridaje de la navaja y el cerdo: crujiente de panceta ibérica, navaja salteada, y demi-glass de huesos de cochinillo. Sabor, profundidad, simple sin ataduras. 

El título tecno con el que se ha bautizado el plato puede llevar a equívocos. Pero si uno prueba la sopa de ajo (versión 3.0 By Rubén Sánchez) que no es más que una 'deconstrucción' de una sopa castellana, de ajo con jamón, que aumenta su virtuosidad en el momento de la mezcolanza de sus distintos elementos, sustanciosa, alcanzando el cenit con la explosión de una yema cruda, que encadena cada molécula del ADN de la receta heredada por osmosis.

Seguramente uno de esos platos fetiche del Bodegón sea el minimalista pulpo frito, acompañado ingeniosamente de una dulce mahonesa de Tempranillo manchego, y un escaso alioli de pimentón, que pide aumentar su caudal para mojar con vehemencia el rabito. 

La dosis de pescado la completa un limpio bacalao a la andaluza, que reluce sobre una base de callos guisaditos del propio pez. Y la carne con la que finaliza la parte salada del menú, presa ibérica, muy bien en punto y jugosidad, a la cual un equilibrado y profundo glaseado ayuda a su disfrute y degustación.

La dulzura y el frescor se disputan la entrada golosa del menú y el fin de fiesta. Una sopa de chocolate blanco y Aove, un helado de limón, crujiente de muesli, frutos rojos, merengue... Y para rematar directo al grano: el huevo en la niebla, otro trampantojo de apariencia huevo de gallina, confeccionado de la siguiente manera: la cáscara de azúcar, la clara es una espuma de yogur y chocolate blanco, la yema es gelatina de mango y fruta de la pasión, acompañada de crujiente de tierras de bizcocho de cacao en la base y humo de violetas. De un solo bocado. 

 

La sobremesa, si se da en fecha, no será fugaz. Si coincide que decide ir usted en Pascua, Navidades u otras fiestas de guardar, ahí estará Doña María, en la cocina todo el día, con ese pelotón de rejuvenecimiento, dispuestos a mantener activa la tradición, seguramente avivando la llama de nuestro patrimonio inmaterial, elaborando dulces típicos, recetas de la abuela, bocados del cielo, que seguro comparten con sus visitas, en una tarde que unida a la mañana y con continuidad en la noche, reflejan que en este duro y placentero oficio, se nace, se pace y se yace.