Cuando las coman los soldados
Hace unos días fue noticia de alcance nacional el precio de las anchoas en los mercados del País Vasco: nada menos que 28 euros el kilo. Bien es verdad que se trataba de anchoas del Cantábrico, del Golfo de Vizcaya, donde llevaba cinco años prohibida su captura. Eran, claro está, las primeras de la temporada, que empieza ahora.
Como novedad está bien, claro que sí. Lo del precio... bueno, los caprichos hay que pagarlos. Y ser los primeros en comer algo es un capricho. No me cabe la menor duda de que las anchoas, incluso las del Cantábrico, moderarán considerablemente su precio a medida que avance la marea; tampoco de que más adelante, con las aguas más calientes, vendrán mejores. Pero éstas son las primeras, y...
Como novedad está bien, claro que sí. Lo del precio... bueno, los caprichos hay que pagarlos. Y ser los primeros en comer algo es un capricho. No me cabe la menor duda de que las anchoas, incluso las del Cantábrico, moderarán considerablemente su precio a medida que avance la marea; tampoco de que más adelante, con las aguas más calientes, vendrán mejores. Pero éstas son las primeras, y...
En el fondo estas cosas son bonitas. Estamos viviendo desde hace mucho tiempo en un mundo en el que, en lo referente a la gastronomía, apenas quedan productos de estación: puede conseguirse prácticamente de todo en cualquier sitio y todo el año. Vaya usted a decirle a alguien de menos de treinta años que antes sólo había tomates o judías verdes en verano, o naranjas en invierno: están acostumbrados a ver todas esas cosas en el mercado de enero a diciembre.
Pero todavía quedan algunas cosas que sólo se pueden comer cuando las hay, y sólo las hay cuanto toca que las haya. Las anchoas, por ejemplo: hay que esperar a la primavera. Después, por San Juan, vendrán las sardinas. Pero antes tendremos la explosión primaveral, como delicias como los espárragos blancos, los guisantitos lágrima, los perretxikos... Todo ello, en los primeros días, se cotizará a unos precios casi disuasorios. Y digo "casi" porque a un gourmet ilusionado con un primeur no le disuade casi nada.
Ya, ya sabemos todos que unos días después de la aparición de estas cosas en el mercado los precios bajan; pero es que lleva uno, por ejemplo, desde abril del año pasado sin probar un espárrago –natural, queremos decir– y le apetece. O sea, que al ciudadano donostiarra que llevaba cinco años sin llevarse a la boca unas anchoas del país... imagínense si le va a disuadir mucho invertir catorce euros en medio kilito.
Digo "donostiarra", porque esto del aprecio mayor o menor de un pescado va por barrios, también en un lugar como el País Vasco, donde se practica una cocina del pescado seguramente única en el mundo. Y sí, el donostiarra es de anchoa, mientras al vizcaíno le tira la sardina, como el vizcaíno ama el bacalao y el guipuzcoano la merluza...
De todos modos, el hecho es que las cosas que tienen temporada tienen, también, precios que van bajando del principio al final. Es lógico. Cuando yo era un crío, en los primeros días veraniegos estaba atento a la llegada de las fresas. Hoy, como saben ustedes, hay fresa, más bien fresón casi gigante, casi todo el año. Entonces no: en verano. Cuando veía fresas en una frutería me faltaba tiempo para correr a casa y anunciar su llegada. Mi abuela era quien manejaba la intendencia casera, y cuando yo, alborotado, le preguntaba cuándo traería fresas a casa, contestaba, muy seria: "Cuando las coman los soldados". O sea: cuando el precio se hubiese moderado bastante.
No ha llegado a Madrid ninguno de los quinientos kilos de anchoa capturados en aguas cantábricas. De haber sido así, y de haberlo visto, seguramente hubiese caído en la tentación. No sé. En casa, las anchoas –o boquerones, o bocartes, que son sólo algunos de los muchos nombres que recibe este pescadito– las solemos poner sencillamente fritas, la mayor parte de las veces abiertas y sin espina; no les hace falta más para ser un bocado excelente.
Hubo un tiempo en el que fuimos muy devotos de los boquerones en vinagre, de los que se consumen –¿se consumían?– toneladas en Madrid; pero la aparición del anisakis hizo que nos retrajéramos bastante de este aperitivo tan habitual en las barras madrileñas. Lo mismo nos pasó con el llamado matrimonio, consistente en un lomo de boquerón en vinagre colocado sobre una rebanada de pan semitostado al lado de un filete de anchoa en aceite de oliva.
Que eso sí que tiene vuecencia. Anchoas de L'Escala, anchoas de Cantabria... Estas últimas se encuentran con mayor facilidad y dan menos trabajo: sólo hay que abrir la lata. Aquí sí que no compensa racanear en el precio: unas anchoas en aceite deben tener un aspecto brillante, limpio, impecable, sin barbas ni espinitas, con el punto justo de sal, aceite de calidad... y todo eso cuesta. Pero merece la pena. Abre uno la latita... y el festín está asegurado.
Las cosas han cambiado mucho. Ya no es obligatoria la mili, ya la mayor parte de los alimentos están disponibles todo el año. Pero, qué quieren que les diga, cada vez que observo que ha llegado al mercado alguno de estos productos que todavía mantienen una temporada estricta, al tiempo que me dispongo a adquirir una muestra para probarlo, hay un segundo en el que me pregunto si lo comerán los soldados. Son... recuerdos de otros tiempos.