Albariño: Un Blanco Para el Siglo XXI
Por sexagésimo primera vez, la capital del Salnés, Cambados, ha festejado a su hijo predilecto: el albariño. Mucho tiempo ha pasado desde que hombres como Álvaro Cunqueiro, José María Castroviejo y Manuel Fraga pusieran en marcha estas catas anuales.
Mucho tiempo ha pasado... y muchas cosas han cambiado, empezando por el propio vino. Este año, además, se cumple un cuarto de siglo desde que nació la Denominación de Origen 'Rías Baixas', tras una serie de intentos frustrados.
Hoy, el albariño tiene una nueva imagen. Durante muchos años se lo tuvo por un vino del año, un vino joven, casi niño, que había que consumir el año siguiente de la cosecha. La gente, en los restaurantes, rechazaba una botella del año anterior: exigía la última añada.
Hace ya bastantes años que un pionero, el recordado Santiago Ruiz, empezó su batalla particular para cambiar eso, demostrando que con el paso de dos o tres años el albariño no solo no decaía, sino que ganaba personalidad, estructura, virtudes... Quien esto firma no dudó en ser de los primeros en apoyar esta postura, bajo el lema de que "el mejor blanco es... el que más dura".
Lo de ser vino del año era uno de los mitos del albariño. Otro era que "no viajaba". Yo decía entonces que el albariño debía ser el único gallego incapaz de emigrar. Y ya hemos visto que viaja. Ya lo creo que viaja. Por España, claro; pero también por países tan exigentes en materia de vino como Inglaterra, Alemania o los Estados Unidos. Por viajar, ha llegado incluso al apetitoso mercado de China. Claro que viaja. Y en preferente.
Ayer tuve el honor de participar por vigésimo quinto año consecutivo en la cata oficial. Catábamos los vinos de 2012. Este año, los actos oficiales en torno al albariño han sido restringidos: está muy cerca la tragedia del Alvia. En todo caso, el ambiente en las casetas fue el de todos los años: lleno a rebosar, animación... y ríos de albariño.
En cuanto a la añada del 12... Creo que es pronto para formarse una opinión definitiva; prefiero esperar al año que viene, cuando haya crecido en la botella. En las catas oficiales (la eliminatoria y la final) participan vinos embotellados hace muy poco tiempo, en algunos casos apenas una semana. Juzgarlos es, de alguna manera, hacer un juicio de intenciones, jugar a profetas. Dentro de unos meses, esos vinos que en la cata nos parecen poco expresivos habrán empezado a desarrollar su auténtico potencial. Esperemos, entonces, y sigamos disfrutando por ahora de los 2011... y de los 2010.
Hablo, quede claro, de vinos del año, valga por esta vez la expresión. Porque hay albariños que tardan hasta tres años en pasar a botella; hasta entonces duermen, y sueñan, en depósitos de acero, sobre sus lías. De esta elaboración sale uno de los mejores vinos blancos del planeta; un vino serio, locuaz, con un carácter bien definido y una estructura que podrían envidiarle muchos tintos.
A un vino hay que pedirle conversación, hay que saber entender lo que nos quiere decir; y los vinos niños son... eso: muy simpáticos, como los propios niños, pero tienen muy poco que contar. Tienen mucha frutosidad, mucha frescura; pero a un gran vino hay que pedirle mucho más, e incluso renunciar a gran parte de esas notas juveniles para apreciar esos matices de madurez que son, justamente, los que lo hacen grande.
Sesenta y un años festejando al albariño. Eso sí que fue un acto de fe, porque yo recuerdo que hace unos cuarenta años, menos incluso, abrir una botella de albariño era casi como jugar a la lotería: podía tener premio, y entonces era una maravilla; pero más frecuentemente no te tocaba ni el reintegro. No tenía regularidad. Por no tener, no tenía ni etiqueta, salvo el de Fefiñanes, que la empezó a lucir en los años 30...
Se ha trabajado mucho y bien. Hubo, como en toda actividad humana, aciertos y errores; pero como de los errores también se aprende, y los aciertos fueron espectaculares, ahora cualquiera puede abrir un albariño con la seguridad de que (accidentes aparte, caso de problemas con el corcho) va a disfrutar de un vino excelentísimo. Los albariños han cambiado la imagen de las Rías Baixas; han dinamizado la economía, han sido el origen de recuperaciones arquitectónicas (esos albariños 'de pazo'), han evitado la degeneración del paisaje, porque donde hay viñedo no hay cemento... y, encima, son una inagotable fuente de satisfacción.
De modo que levanto mi copa, llena de reflejos del pálido pero amable sol gallego, y brindo, ya que no con ustedes, sí por ustedes. Y, muy especialmente, la alzo hacia el cielo en homenaje a ese gran periodista y amigo que fue Enrique Beotas, y a todos los que con él se quedaron en la maldita curva de A Grandeira.