La sombra alargada de un gigante: El Bohío, una vez más, a la cabeza de la gastronomía madrileña
Contemplo, un poco atónita, el jugoso debate surgido a raíz de las declaraciones del cocinero Santi Santamaría, que parece haber dividido repentinamente el mundo de la gastronomía española entre partidarios y detractores. Debate para mí estéril si lo que se trata es de buscar con quién se alinea cada uno y quién tiene más defectos o más incongruencias. Como aficionada, busco divertirme y disfrutar al máximo en la mesa. Por eso vuelvo por donde solía, Sr. García Santos. Y mire Ud. que lo he intentado. Me he pasado buena parte este otoño-invierno buscando algo nuevo que contar (y contarle), algo que en Madrid o en sus alrededores mereciese de verdad la pena para celebrar con usted y sus lectores. Pasó el otoño y casi ha pasado el invierno y tras probar menús y cartas diversas apenas me atrevo a resaltar nada con excesiva alegría. Me resisto a pensar que el debate esté sólo en los medios de comunicación y no tanto en la cocina. La aparición de Santamaría como defensor de la cocina del terruño, la de toda la vida, presentada como la cara opuesta de la cocina innovadora que abandera Ferrán Adriá, me aburre un tanto. Puede que impresione ver a muchos de los asistentes a un congreso de gastronomía ponerse en pie ovacionando esas "verdades eternas" que desplegó el Sr. Santamaría en el escenario o puede que no. Y puede que muchos encuentren numerosas críticas a las afirmaciones del cocinero catalán o que, por el contrario, a otros tantos, las mismas frases les hayan llegado directo al corazón. Cocineros de espumas, de humo, a los que el cocinero-empresario casi ofendía con sus palabras, ovacionaron su discurso varios minutos. Pero tras las acertadas reflexiones de Xavier Agulló y las suyas en su web y tras las frases algo matizadas del propio Santamaría en diferentes medios estas semanas, viene la calma. Y yo, Sr. García Santos, a lo que iba. Me niego a creer en esa ficticia frontera que diferencia a "los de siempre" de "los del humo y la tecnología". Tradición, sí, pero con razonables dosis de evolución e innovación. Que cada uno ponga en su guiso las proporciones que quiera. Como le decía, he recorrido medio Madrid (en lo gastronómico), deambulando como una aficionada que ansía disfrutar de cada plato de un menú y no sólo, con suerte, de alguno suelto. Y he terminado por donde empecé: corroborando que el mejor restaurante de Madrid está a media hora del centro, en Illescas: El Bohío. Incluso aceptaría que me corrigiesen o me dijesen qué le falta a este restaurante para alcanzar más nivel de gloria por su cocina y sala y por qué su cocinero no recibe ya ese par de premios y laureles definitivos que creo lleva ganándose a diario. De lo que a mi no me cabe ninguna duda, como comensal inquieta, es que estamos ante el mejor cocinero de Madrid y uno de los mejores de España, sin paliativos; por encima, en mi opinión, de muchos de sus favoritos, Sr. García Santos (aunque sospecho que Ud. también siente debilidad por la cocina de Pepe Rodríguez Rey). Entre tanto revuelo culinario, qué grato es reencontrarse vez tras vez con el equilibrio, el punto exacto y el cariño en la cocina. Mis últimas visitas me han vuelto a demostrar que, en pleno fragor de la batalla, existe una isla, un refugio equidistante entre las dos orillas, donde la cocina muestra esplendor por encima de etiquetas y ajena a filiaciones. Aperitivos siempre descarados que anticipan el festival de sensatez que se avecina: unas patatas con chorizo que bien hubiesen firmado nuestras abuelas, el foie-gras con sardinas escabechadas o la pata de ternera con anguila ahumada. Entre sus primeros, armonioso ese guiso de fideos y sepia, cálido y divertido en textura y más que atractivo para la vista, que aparece como una discreta esfera negra que encierra en su interior la sorpresa de un mar de fideos. Sumemos a ello una reconfortante y equilibrada sopa del cuarto de hora con moluscos, vivo recuerdo mejorado de nuestras cenas en la niñez , la infusión de membrillo con hongos y queso o el tocino con manzana, donde demuestra una vez más el atrevimiento de interpretar y conseguir platos de inspiración propia apoyados en sabores y combinaciones ya comunes. Y como la gran materia prima es otro elemento suficiente para justificar la visita, ahí están las gambas rojas, cuando las hay, cabeza y cuerpo ya separados, evocando los mejores recuerdos de la costa levantina o los maravillosos lomos de salmonete bien con alcachofas o con salsa de tomate. Sorprendente la capacidad de este cocinero para diseñar un guión siempre diferente con platos de temporada y de zona que rozan un techo imposible. Valgan como ejemplo sus espectaculares lasaña de mollejas de cordero y trufa negra y la liebre encebollada con miel, trufa y almendra, creaciones que me dejaron perpleja cuantas veces las tomé. Y si las carnes (el ciervo, el pichón sangrante y el cabrito) nunca defraudan por sí solas, en los postres, este restaurante parece trazar una línea que cierra cada vez más el círculo. Postres con juegos ácidos, dulces y aromáticos como sus filloas a limón, los helados con té verde o la compota de manzana, leche y regaliz negro, postre éste rotundo que actúa como máquina del tiempo que nos devuelve a nuestras bocas negras por la añorada golosina. Y cuando una copa final de gintonic de Citadelle (las aficionadas también caemos en la tentación) nos hace recordar el festín, aparecen juntos el terruño, las nuevas técnicas, la complejidad y hasta alguna espuma, y junto a ello el gran orden en la sala y el buen sumiller. ¿Qué etiqueta ponerle a todo eso?. Difícil y sencillo a la vez. Tan sólo la de un gigante cuya sombra, cada vez más alargada, domina la gastronomía de todo el centro.
Madrid