LA HUERTA DE MIKEL

 En la calle Dato nº 41, en pleno centro peatonal de Vitoria se encuentra el Restaurante LA HUERTA, cuya carta de bienvenida es el propio carácter de sus dueños - Mikel Fiestras y Sofía Casado-: cercanos, familiares, profesionales y serios; hacen del momento una diversión. Su trayectoria la define su filosofía: cocina de temporada, mimo extremo al producto y alternancia de sabores tradicionales; oferta a la carta, especialidades, raciones y pintxos con nombre propio.  El local dispone: en la calle, una buena terraza; en la entrada, barra y zona de copas/pintxos y al fondo tras un pasillo que mira a la cocina, un comedor-salón amplio y elegante que trasmite tranquilidad por la perfecta disposición de cada uno de sus elementos.

 

En sala: Con un marco tradicional y líneas modernas encontramos un decorado en tonos grises y marrones, en el que algunas de las paredes y columnas están forradas de cuero. A ello le sumas un servicio formal y formado, preocupado, rápido y atento en cada plato, que atiende a las exigencias y apetito del cliente (es la personalidad de Sofía).

 

En cocina: cada ingrediente potencia no enmascara, el conjunto de puntos de cocción y aliños son justos y equilibrados, cada versión tiene un recurso y un bordado. En boca del “canalla” de Mikel y sin ningún tipo de rubor a la hora de sonreir: El pescado es su fuerte, ha nacido con ello. En mi opinión a nacido con ello y para ello. Mikel es sencillo y confortable pero atrevido, igual que su cocina.

 

Elegimos a la carta, un menú sencillo pero lleno de reflejo culinario:

-Almejas con lima y aceite picante: El conjunto es rompedor, suavidad de la almeja carnosa, frescor y acidez de la lima y  potencia en el golpe de la infusión del aceite/guindillas.

-Anchoas en tomate seco y pan: del atlántico a la mesa, dispuesta sobre un baño aceite que ensalza su sabor, presentan un cuerpo terso, firme e inmaculado (sin raspas ni pelillos), acompañado con tropezones de tomate seco aliñados con limón para compensar la acidez -interesante sustituto del azúcar como corrector- y un pan suculento de pasas; Como entrante no se puede obviar.

-Habitas baby: melosidad y cremosidad en la potencia de la frescura; el agridulce de las habitas se suaviza y corrige con los matices del crujiente y el salado del jamón;

-Huevos rotos con bogavante: elegancia, finura y sencillez en el tratamiento del corte y cocción de las patatas y cebollas, que unido al efecto aglutinador del huevo nos ofrece una elaboración redonda donde la viscosidad de todos los elementos acompañan sutilmente al bogavante;

-Ventresca de bonito clásica con ajos salteados: también llamada vendresca. Nos encontramos con una ración de corte limpio e increíble proporción de grasa, sabor intenso, fino y delicado de una carne cuya textura gelatinosa resulta agradable al aliño suficiente en aceite y ajos con tonos tostados. Hechuras y definición lineal de cada lasca, resultado de un milimétrico manejo de los tiempos de calor en horno. No llegamos al postre, una pena.

 

Conceptualmente su cocina no es experimental -no busca eso-, quiere adaptar y transformar de una manera exquisita y refinada el producto que tienen a su alrededor. La puesta en escena es muy acertada, se cuida el detalle sin obsesiones y se valora la limpieza, esmero y manera de ofrecer los platos. Platos entendibles, perfectamente aderezados y servidos. Estamos frente a una cocina de rescate tradicional sin excesos, presentaciones simplemente sencillas, punto cardinal de su excelente calidad.

 

Un saludo a Sofia y Mikel, por ser, estar y hacernos creer algo en su casa; es firma y denominador común de La Huerta. Esperamos volver tan pronto tengamos oportunidad a comprobar que seguís fieles a vuestra forma de vivir y pensar.



Diego Rodríguez Rey

AJO Y AGUA

 

Con tanto programa de televisión dedicado a la zampa he tenido un empacho catódico y sé me ha olvidado escribir; o "juntar letras" como dice mi hermano el de Manchester. Los programas de gastronomía (e Internet) han fagocitado a la prensa escrita: ya apenas quedan revistas de gastronomía profesional y lamentablemente sólo ha sobrevivido una guía gastronómica impresa seria y de prestigio internacional; la edición que compra o sigue a través de internet el guiri que aterriza en la península ibérica con ganas de darle a su estómago alegría Macarena. La guía que rueda por España y Portugal desde 1910 descubriendo y recomendando establecimientos donde la manduca merece la pena; revisada anualmente por rigurosos inspectores que no se venden por un plato de fabada ni por una lata de caviar Beluga triple 0. No lo intentes con ellos: a diferencia de algunos críticos gastronómicos y no digamos mis vecinos ex alcaldes de la Púnica -hoy tristemente desaparecidos-, los chicos de la Michelín son tan incorruptibles como se mostraba Eliot Ness frente a Al Capone. Son unos profesionales de la observación gastronómica que pagan religiosamente lo que consumen, juramentados a la búsqueda del papeo de máxima calidad y el servicio fetén. Buenos chicos que te transmiten con exquisita educación (eso cuando se dan a conocer) lo que les ha parecido la comida de tu establecimiento. Discretos supergourmets camuflados de mistery shopper que no te van ir nunca con chuflas tipo Tripadvisor como "¡el papel del váter rasca!": focalizan la mayor parte de su atención en lo que hay en el plato. Hasta ahí todo va sobre ruedas.

La guía no es perfecta, evidentemente, pues está revisada por contados inspectores que se parten el pecho por llegar a todos los establecimientos; pero como en la trena de Alhaurín de la Torre: ni están todos los (restaurantes) que son; ni son todos los que están, normal. Lo que no puedo evitar es que me invada un malestar patriota (parecido a cuando el choteo de los guiñoles de Canal Plus con Rafa Nadal)  al comprobar el agravio comparativo al que someten a los restaurantes españoles con respecto a los franceses y otras latitudes. Si uno se pega un garbeo michelinero por el país vecino como hice yo este año para tomar el pulso en el país de Astérix a los templos galácticos (de triestrellados para abajo) a la búsqueda de la excelencia en el plato; el mantel de hilo (si es que lo tiene), la cubertería de plata, la vajilla de Limoges y el copòn...  Y me cobran un 50 % más que en restaurantes patrios de la misma calificación; y, si reparo en cotejar las calificaciones a que somete la Guía Roja de mi país con respecto a la francesa -y no digamos a la de Tokio- sé me escapa un espontáneo "¡MERDE!" de indefensión al pensar que eso de liberté, égalité et fraternité no tiene validez al sur de los Pirineos.

Me pregunto: ¿hay tanta diferencia entre el Chantecler del Negresco (**) con Zalacaín (este año le ha desaparecido increíblemente la única estrella que le quedaba)? ¿Qué pasaría si a Paul Bocuse (***) le desposeyeran de alguna de sus estrellas? ¿Ardería acaso la factoría de Clermont Ferrand?

¿Cómo es posible que en el Louis XV de Montecarlo (***) tenga que consentir que me peguen la brasa al final de la cena un grupo de músicos tipo Trío Los Panchos porque los haya contratado el milloneti de turno?; o ¿inundar de macarrones a cadenas/iconos de la Grandeur instaladas por todo el planeta como el Atelier de Robuchon. Oscuras barras (muy informales y divertidas, eso sí) donde sería importante que al cortador de jamón le impartiese algún curso previo Joselito, entre otras cosas.

Que increíblemente sólo en Tokio haya 12 restaurante triestrellados, 53 biestrellanos y 161 con una estrella (contra 8 ***, 21 ** y 154 * en toda España) me produce una mueca de envidiosa insatisfacción de lo más insana. ¿Le habrán pedido a Fernando Trueba que sea él quien finalmente otorgue las estrellas michelineras ya qué el cineasta tiene muy buen ojo? Porque, claro, yo no sabría ahora, a bote pronto, que receta preparar para combatir este injusto reparto estelar que beneficia tanto a la industria alimentaria y al turismo galo por culpa de la subjetividad interesada de "un fabricante de neumáticos francés que edita una guía gastronómica en el país que les ha desbancado del EuroBasket".

No conozco los nuevos ingredientes para combatir tan desigual atropello moral; así que seguiremos con los mismos: ajo y agua.



El gran binomio Mediterráneo-Japonés de Ricardo Sanz

 

El auge y la pasión que mueve la gastrotendencia japonesa y todas sus derivaciones no es cosa de ahora. Uno de los precursores de esta novedosa manera de entender la cocina es Ricardo Sanz, un cocinero de siempre que con tan sólo 21 años abrió una hamburguesería y un bar de tapas, para poco después trabajar en el ya mítico Tokyo Taro junto a Masao Kikuchi. Tan sólo cuatro años después conoce a su inseparable compañero de aventuras, Jose Antonio Aparicio, respondiendo a un anuncio laboral que solicitaba “cocinero de sushi-sashimi”.  Enseguida se hicieron camaradas y junto a él abre su primer Kabuki, un lugar que fusiona lo mejor de la cocina mediterránea y japonesa. Un restaurante que inicia una nueva revolución culinaria precursora de los gustos actuales y con ello el ya denominado movimiento gastronómico japo-cañí. En Kabuki se tratan con maestría pescados, mariscos y frituras, en un lugar que hasta los menos aficionados a este tipo de preparaciones, muchas de ellas en crudo, disfrutarán a lo grande. Nació en el momento preciso y en el lugar idóneo, respondiendo a una creciente demanda de una cocina japonesa de calidad. En Kabuki Wellington, situado en los bajos del céntrico hotel Wellington de Madrid, nos adentraremos en un ambiente sobrio y elegante donde degustaremos uno de los mejores menús de cocina japonesa del país con un marcado toque castizo, algo que en lugar de restar, suma, y mucho, tanto como éxitos y reconocimientos han ido cosechando. La estrella Michelin y la apertura de nuevos restaurantes no tardó en llegar, hecho que corrobora un impecable trabajo basado en un conocimiento exhaustivo y una suprema exigencia de calidad en lo relativo a la materia prima, un completo dominio de la técnica y una sensibilidad especial en la presentación de sus platos. Algunos de ellos son verdaderos homenajes al mar. Berberechos, almejas, ostras en todas sus variantes; navajas, zamburiñas o percebes son tratados con maestría en puntos de cocción o en presentaciones como el sashimi. Además de esto, el sushi, las tempuras o ensaladas no faltarán nunca en su carta. Elaboraciones como el besugo a la bilbaína con ajo frito, el potaje de garbanzos con sashimi de calamar, o la ventresca de toro,  por el que Ricardo siente predilección, son alguno de sus puntos fuertes. Sin olvidarnos de las carnes, que haberlas haylas, como el  wagyu o las costillas en salsa teriyaki.

Un juego de a dos que sigue sentando cátedra. Sus más de 90 empleados entre sus tres restaurantes, dos en Madrid y uno en Canarias, sin contar los negocios de catering, la oferta en el aeropuerto de Madrid, o el restaurante Komori en Valencia, entre otros, así lo demuestra.

El administrador y el creativo, lo español y lo japonés; quien lo diría, pero... ¿no estamos ante el matrimonio perfecto?



JÁVEA Y SU PERLA

 Fundado en 1984, de tradición familiar, los hermanos Sergio y Alejandro como los Reyes católicos -tanto monta, monta tanto, Sergio como Alejandro-. Este último capitanea la sala con semblante serio y preocupado, como si fuera su primer día de trabajo, no baja la guardia ni para coger el teléfono. Sergio -jefe de cocina- sumergido en fogones y planchas, en una cocina que en pleno verano puede dar de comer perfectamente a un batallón del ejército sin despeinarse (eso no quiere decir que los servicios no cuestan; se sacan con sudor, lágrimas y algún desliz del directo, pero todo bajo control).

 

La base de la cocina es su producto fresco y local. Nos encontramos delante de un formato de cocina sencilla, sincera y tradicional. Mucha filosofía y sentimiento impregnado en una cocina marinera de la zona, de marcado carácter tradicional, siempre mira hacia la técnica e innovación. El servicio de medio día trabaja para la sala y para el exterior, la misma cocina cubre las comandas de servicio de arroces secos -paellas- para llevar.

 

Ubicado en la bahía de Javea, en primera línea frente del mar, a mano derecha el cabo de San Antonio y a la izquierda la bahía y cabo de la Nao, todo ello bajo la perpetua mirada del Montgo (un macizo que tiene el reconocimiento de parque natural). Bajo estas premisas, una vez en mesa solo piensas “¡como para comer mal!”. La oferta es un espacio moderno y acogedor cuya belleza estructural radica en la forma rectilínea y sin recovecos de la sala del restaurante. El comedor rodeado de inmensos cristales ofrece como escaparate todo luz y vistas.

 

Distribución, ubicación y separación de espacios entre mesas óptimo y cómodo. Servicio aleccionado y que sabe el oficio, comandas rápidas que desfilan en cocina con similitud de tiempos entre plato y plato. No se puede pedir más de un servicio en pleno mes de agosto. Imagínense como debe ser la prestanza y atención en temporada normal.

 

En carta, elaboraciones estructuradas en entrantes, pescados, carnes y diversidad de arroces. En mesa: -Calamar y rabas rebozados: Técnica de cocina “a la andaluza”. Harinado perfecto, fritura óptima, brillo, textura y sabor a lo que debe saber, cuerpo del calamar y tentáculos frescos y carnosos y un rebozado -compuesto por harina de garbanzo y pan rallado- que abriga dichas propiedades; punto optimo de desgrase de aceite -vamos que no saben aceite-. Acompañamiento sutil con una salsa tártara muy acertada frente a la clásica mahonesa. -Gamba roja de la bahía de Jávea: A la plancha sobre un volcán de sal. Composición y presentación en plato con volumen y acierto. Particularmente me gusta la gamba hervida, pero dejo el debate a parte que a estas alturas me parece de perogrullo. Sin querer acomodarme en este tema, puedo decir en voz alta que por mi parte se ha acabado este dilema. Si hay alguien que todavía considera que a la plancha desmerece el bocado que pruebe la correcta elaboración y compruebe su color, carnosidad, entereza corporal y jugosidad de cabeza perfectamente sellada, todo líquido y sabor profundo. No voy a entrar en que técnica  guarda mejor todas sus propiedades -no es tema- lo único que me llama la atención es que hay humanos que dicen ser “expertos” de la cocción a la inglesa controlada. -Sepionets de la bahía: sepia pequeña en tamaño, de color ceniza, elegante y de un marcado sabor potente; tan pequeños como tiernos, sabrosos. Arenosidad inexistente, acompañado de un aliño justo y necesario marcado en plato. -Paella de pollo y conejo: elaboración visualmente plana, homogénea, color verdoso de las verduras bien tratadas; punto de aceite óptimo, carne aromática, marcada, troceada, salteada y debidamente sellada, en boca algo tierna. Gramínea suelta, firme y entera y a la vez conjunción melosa. -Arroz a banda. A mayor abundamiento, elaboración plana, sin estridencias, todo en ella es sabor y plenitud en boca, fumet correcto, concentrado pero justo en potencia, sutilmente equilibrado. Proporción de arroz en paella de un dedo, visualmente el grano de arroz es cubierto por una capa melosa y de membrana correcta a mitad camino entre el desprendimiento del almidón y la reducción del caldo del pescado de roca. -Sorbete de limón al cava: Esponjoso, suave tamizado y sugerente, no hay grumos ni cristalinidad, justa ración.

 

Todas las elaboraciones dominan por su jugosidad y naturalidad, todo sabe a lo que debe saber; con una técnica muy aleccionada y reconocida por su público, todos los sabores se potencian de una manera natural.

 

Aún con las posibilidades de mejora y evolución como en todos los órdenes de la vida, les tengo que dar la enhorabuena por lo servido, comido y trato recibido, y como ya dijo en su día Rafael García Santos, “aquí se come de puñetera madre”.